Si me preguntaran qué es lo que más me admira en este mundo, diré que
una ciudad iluminada de lejos. Esta admiración no es pura, no es feliz, está
llena de terror. Me anonada el poder del hombre, su loca voluntad de ser y de
permanencia. Pues la ciudad es como un campo de honor donde el hombre se cita
con el destino, allí afirma su amor a este mundo, su fuerza, su poder de
dominio, su horror al aniquilamiento; allí testimonia su ser efímero que se
niega a morir, se arraiga desesperadamente a la tierra, se anula con lazos de
amor a la eternidad.
Sí, la ciudad es la gloria pasajera del hombre, su grandeza, su miseria,
el botín de su victoria sobre la muerte, la dignidad de su combate, la historia
que le sobrevive. Por eso la admiro más que al cielo estrellado, más que al mar
inmenso, más que al desierto con sus oasis y lunas móviles, más que a las
montañas coronadas de relámpagos, que a los cráteres de fuego, que a las selvas
vírgenes, casi como a dios.
Toda ciudad es una aventura religiosa. El hombre levanta su morada para
el amor, el trabajo y los sueños. Frente a su morada funda un templo para orar
a sus dioses y consagrarle sus ilusiones o sus terrores. En torno a este
templo, crecen nuevas moradas, infinitud de moradas. Este animal solitario que
no soporta la soledad se congrega, se une a otros para defenderse de sí mismo.
Pequeña, grande, colosal, que resplandece, que no cesa de crecer, se
agiganta bajo los dominios del cielo. Ella misma es un cielo donde se refugian
los hombres, donde se salvan de la soledad. Semeja, sobre la ruda costra de la
tierra, un arañazo de dios, o su caricia. Semeja una interrogación de piedra al
misterio. Es rumorosa como un vientre en su dolor y su dicha, en su gemido de
hierro o en sus cantos líricos, asombrosa en su silencio o en el estruendo.
La ciudad es este planeta desesperado y anhelante hecho por el hombre
para rivalizar en belleza con los planetas de dios. El espíritu del hombre
iluminando de sentido el barro, haciéndolo poesía y oración. Oh, la ciudad, en
cada piedra de sus cimientos vive en silencio la historia. Nada en ella se hizo
para el olvido.
Recuerdo un atardecer en los cerros de Cali, donde subí con una amiga a
contemplar la ciudad ¿Era realmente a contemplarla? Ya no lo sé. Solo recuerdo
que el aire era puro, oloroso a pino, a pradera, saludable al espíritu. Creo
que era en busca de ese placer desinteresado que consiste en ir junto a una
mujer que huele bien y con la cual uno no hace ningún esfuerzo por existir.
Basta ser, respirar ese aire grávido de perfumes, mirar los quietos paisajes,
sentir esa punzada maravillosa de estar vivo, oír el viento, el silencio
furtivo de otra alma, no pensar, olvidar; lo que para mí constituye la mejor de
las glorias posibles.
Diré algo del crepúsculo: Era de una belleza melancólica, opresiva. La
luz se querella con la noche en un sitio del horizonte. El combate dura, pero
el día se extingue. Antes de la derrota, la luz exige una tregua para descansar
y morir con honor, o sea, en la lucha, como mueren los dioses.
El crepúsculo se arrastra con lentitud. Definitivamente la luz agoniza,
la noche nacerá, cubrirá el cielo con su escarapela de sombra y estrellas
victoriosas. El sol, como un guerrero invencible, chorrea sus rayos póstumos,
se desangra. Esa sangre es la luz. Ya no es roja de amapola, ni amarilla de
girasol; es azul, gris, acero, naranja de arrebol. Ah, que bello este
crepúsculo moribundo, como quisiera detenerlo, eternizarlo; pues colma mi alma
de una tristeza más dulce que la miel. Momento frágil como el amor, transitorio
como la pena y que huye de nosotros hacia el olvido.
Ya las sombras tejen su inmensa tela de negrura en el cielo, pronto su
red caerá sobre nosotros. Dura el combate, perdura la luz. La noche enviste
como un torro terrible, abre grietas mortales en el pecho del sol, ya no
chorrea sangre, solo burbujas, ondas efímeras. La cálida caricia del día me
abandona.
Detrás de las nubes, sobre el cielo de las Tres Cruces se destapa una
luna de cobre. Aún no está oscuro, pero esta luna que se esparce sobre el Valle
del Cauca, prepara el cielo para una fiesta. El sol se rinde, se pacta el
armisticio. La luna naciente cobra la victoria, su botín es el cielo.
Llega la noche. Cae la noche sobre Cali, la Colina de Mónaco, esta mujer
y yo. La contemplación de los paisajes nos había colmado de tal embriagues que
vino la noche de repente. Ahora íbamos en la oscuridad insipiente, más densa
aun por los pinos y el miedo. Nos preguntamos si no sería peligroso viajar por
aquella negrura que era una terraza sobre la ciudad. Sin duda era peligroso,
pero estábamos felices. Se nos hacía imposible que algo viniera a perturbar
aquella dicha casi religiosa, hecha de inocentes placeres, de silencio. Una
colina, un cielo que empezaba a ponerse pecoso de estrellas, el viento, una o
dos palabras para elogiar el paisaje, los matices, los perfumes, las flores,
ese humo gris allá lejos hundiéndose en el cielo como el arrebol de un
cuchillo, un pegajoso aroma de molienda pero sin duda lejano.
Olvidamos el peligro y nos quedamos, no era por coraje, pero algo se
cerraba sobre nosotros como la coraza de un dios; tal vez un silencio místico
que solo quebraba el viento, la fugacidad de un cocuyo, algún recuerdo que
estallaba en la sien. Escalamos la más alta, la más lejana, la más desierta
punta. Allá tan cerca del cielo, el terror y la usura de los hombres no podían
alcanzarnos, era imposible que un ladrón asaltara una estrella.
Ella estacionó el auto en un recodo de la carretera al borde del abismo,
de lejos debía asemejar una nariz. Salimos a contemplar la ciudad iluminada,
era soberbia, un milagro. Por un tiempo permanecimos ahí quietos como dos
santos esperando el éxtasis: olvidados de nosotros mismos. Más tarde recordamos
que nuestra alma tenía un cuerpo porque el viento pasaba en ráfagas negras, helaba
la carne.
Entonces regresamos al auto y nos encerramos ahí como en una alcoba,
tibia y acogedora; nuestro pequeño refugio flotaba sobre una luz abismal entre
un cielo de estrellas y un cielo de neones. Aquella soledad, aquella altura,
aquella mujer hermosa y mi muerte me llenaron el alma de una dulzura
melancólica. La ciudad y el cielo serían eternos, yo no. La naturaleza en este
grado de plenitud, es oprimente, inhumana como todo lo sublime.
Nos sentimos tan solos que nos abrazamos puesto que era inútil hablar,
si nada era nuevo bajo el sol, como se dice, nos quedaba esta noche única,
eterna y dos cuerpos que ahora mismo podían rodar al vacío y no ser más. No era
la felicidad lo que buscábamos, era la piedad, entonces nos abandonamos a un
deseo tierno, casi desdichado.
GONZALO ARANGO (Andes, Colombia. 1931-1976)