Por Pedro Lemebel
Cerca de Trujillo, en Perú, se encuentran las ruinas de Chan Chan, una ciudad preincásica que duerme en sus vestigios erosionados por la brisa marina. Son construcciones de barro que, a pesar de su precariedad material, atestiguan un cierto esplendor café rojizo que colorea el adobe con el mismo tono de la piel indígena. Al centro de esta urbe barrosa se encuentra la plaza principal; un enorme rectángulo en cuyos bordes se levanta un muro decorado por relieves de peces nadando en dirección opuesta. En un punto de esta guarda, los cardúmenes se cruzan alternadamente. Este punto coincide con la corriente de Humboldt, que frente a Trujillo cruza las aguas del norte con el frío mar del sur.
Sobre este muro de arcilla, los turistas y pareja de enamorados han escrito nombres, fechas, garabatos y panfletos políticos, imponiendo la escritura castellana sobre este alfabeto zoomorfo, que en su mínima representación describe una cartografía del ancho horizonte salado, en el chapoteo de los peces y el rumor ronco del Pacífico.
Pero más allá de las teorías que hacen coincidir la ciencia con la magia de estos jeroglíficos, estos signos hablan otro lenguaje, difícil de transferir a la lógica de la escritura. Quizá, más que conceptos organizados por un pensamiento unidireccional, estos dibujos contengan ruidos, voces apresadas en el barro, descripciones guturales de una geografía precolombina que deslumbró al hombre blanco con la música colorida de su intemperie. Así, también, estas formas se podrían traducir como representaciones de un silabario sonoro o partituras de un temblor vital en el territorio mesoamericano. El habla y la risa en el rumoroso tumbar del corazón andino. La oralidad y el llanto en el entrechocar de la sangre por los acantilados arteriales. La voz mimetizada con el entorno, como un pájaro ventrílocuo que caligrafía su arrullo entre la floresta. Después vino la letra y con ella el alfabeto español que amordazó su canto.
Entonces, los códigos orales se hicieron gritos de alerta para prevenir a las tribus de la invasión extranjera. Fueron sonidos de olas en las cumbres altiplánicas, a través de los pututos o caracoles marinos, especies de trompetas moluscas que transmitían la voz de alarma por todo el Tiawantinsuyo. Así fueran gritos de aves cuando la bota del cazador aplasta la maleza. O murmullos entre dientes que cuchichean hoy las indias en las aduanas de las fronteras. Silabeos imprecisos que ponen nervioso al policía de guardia que las deja pasar con su contrabando parlanchín. Como loras parloteando en esa media lengua, en ese tonito del puis, intraducible en la página, en la letra impresa tan fundante, tan organizada, tan universalista, tan pensante nuestra afiebrada cabeza occidental. Nuestro logo egocéntrico que cree almacenar su memoria en bibliotecas mudas, donde lo único que resuena es la palabra silencio escrita en un cartelito.
Pero ese chsss no es silencioso; para la lengua indígena quizá ese chsss tiene que ver con un dolor de muelas y la “s” es el abanico que enfría la carie ardiente. A lo mejor, también ese chsss es la lluvia siseando sobre los techos de paja o el silbido de la serpiente cuando la pisan en celo. Cómo saberlo, cómo traducir en letras para nuestro orgulloso entendimiento la multiplicidad de significantes que acarrea un sonido.
Ciertamente, estamos apresados por la lógica del alfabeto. La instrucción nos lleva de la mano por la senda iluminada del ABC en el conocimiento. Pero más allá del margen hay un abismo iletrado. Una selva llena de ruidos, como feria clandestina de sabores y olores y raras palabras que siempre están mutando de significado. Palabras que se pigmentan sólo en el corazón de quien las recibe. Sonidos que se camuflan en el pliegue del labio para no ser detectados por la escritura vigilante.
Más allá del margen de la hoja que se lee, bulle una Babel pagana en voces deslenguadas, ilegibles, constantemente prófugas del sentido que las fichas para la literatura.
Aparentemente, la página contiene la voz y su deseo expresivo. Pero esta premisa se funda con la introducción de la escritura castiza y católica en américa. Entre letra y letra hay un confesionario; entre palabra y palabra, un mandamiento. Lo que se lee con el ojo de Dios; las sagradas escrituras tienen su firma. Esto el inca Atahualpa no lo sabía, por eso confundió la Biblia con un caracol marino, y lo puso en su oreja para escuchar la letra parlante del creador. Y ese caracol cuadrado y negro no tenía ecos de mar ni susurros de montaña para hablarle a Atahualpa; por eso lo tiró al suelo y dio pretexto a fray Vicente de Valvere para justificar el genocidio de la Conquista. Tampoco el inca sabía que, años más tarde, el rey católico Carlos II iba a prohibir por decreto el uso de las lenguas nativas. Atahualpa había muerto antes de aprender a leer y, analfabeto, siguió escuchando bajo la tierra el sonido de las mareas como idioma interminable.
Quizá el mecanismo de la escritura es irreversible y la memoria alfabetizada de la cultura escrita representada por Pizarro sobre la cultura oral de Atahualpa. Pero eso nos demuestra que leer y escribir son instrumentos de poder más que de conocimiento. Es posible que la cicatriz de la letra impresa en la memoria pueda abrirse en una boca escrita para revertir la mordaza impuesta. Así lo demuestra el testimonio Si me permiten hablar de Domitila, editado en 1977, y las Crónicas de Felipe Huamán Poma de Ayala, publicadas en 1615. Estos y otros textos ejemplifican cómo la oralidad hace uso de la escritura doblando su dominio y apropiándose al mismo tiempo de ella.
Muchos son los silencios impuestos por la cultura grafóloga a las etnias orales colonizadas, pero aprender a leer esos silencios es reaprender a hablar. Usar lo que omiten, niegan o fabrican las palabras, para saber qué de nosotros se oculta, no se sabe o no se dice. Ese silencio es nuestro, pero no es silencio; habla como una memoria que exorciza las huellas coloniales y reconstruye nuestra dignidad oral destrozada por el alfabeto.