Santiago de Chile en 1860 desde la Torre de San Francisco
Los bordes de los mares fueron las
primeras avenidas
y en Santiago de Chile,
las costas de nuestros veintiséis
cerros islas
golpeadas por el Maipo, el Mapocho y
los humedales
fueron el Camino del Inca o las
carreteras advenedizas
extendidas a través de una ciudad de
gallinas y caballos.
Previamente a los
grandes terremotos
en las
anterioridades de Quilicanta y Michimalonco
el Huentén fue un
volcán
y el valle del
Mapocho estaba centrado y bordeado
por vastos bosques
esclerófilos.
Un amigo
pudahuelino canta que esta ciudad es su más vieja amiga
entonces
me pregunto por las
procedencias
algunas, algunos
venimos de la tarde-noche y hay quienes rompieron en madrugada
otros vienen de lejos, tan fétidos de siglos
como hambrientos de instantes.
Recuerdo que alguna vez conocí el
Aeropuerto de Los Cerrillos
y ojeroso por los años,
delimité para siempre a un municipio.
Imaginé, testarudamente, como
viajeros de otros lejanos países
descendieron aquí
para amar allá: en nuestras piojeras
descampadas.
Estas fueron calles hermoseadas
por los estilos, límpidas.
La ciudad con más neones en el mundo,
altiva.
Nueva York estaba de día cuando
Santiago ardía
y la comunidad literaria fundaba una
generación cada década, confín de osadías.
Cómo no ver venir hasta nuestro
encuentro
a la generación del ’38 que viene
bajando por San Diego
y colma el bar Miss Universo en
memoria de Héctor Barreto
o no escuchar escuchando
simultáneamente la voz de la Rayén Quitral
y el chirreo de los tranvías.
Ahora ha bajado la marea
y nos asaltaron a mano armada
diciéndonos que jamás podremos
caminar entre brisas limpias
pero habrá otros remontándose a
tiempos infinitos
de pueblos entre pueblos dándose
cornadas,
de arrieros y jóvenes riberanos como
arquitectos
de millones que escogieron entre
magia y magia vivir bajo cordilleras.
No tendrá sentido alguno que los
rufianes eleven una bandera mancillada
o que nuestro presidente la disminuya
frente al emperador
porque aún algunos viven como en las
plazas de provincia
porque aún hay paz para los árboles
urbanos de Chile
y porque en cada amanecer los zorzales
siguen avisando
que otro día comienza con el aroma de
las marraquetas.