Noches, el cielo aciago, las
arcadas del tren;
sus malas amistades no lo
sabían, pero
lo falso del retórico, en
ese chico, habría
de arder como una pipa: el
frío hizo un poeta.
Los tragos que el amigo,
frágil bardo, pagaba,
sistemáticamente, sus
sentidos turbaban.
Al sinsentido usual le concedió
él un fin;
hasta decir adiós al pecado
y a la lira.
Si el verso era tan sólo un vicio
del oído...
–la integridad no
alcanza –parecía concluir
del infierno de infancia–;
debo empezar de nuevo.
Ahora, galopando,
atravesando África,
soñó con su yo nuevo –un hijo,
un ingeniero:
su verdad aceptable para hombres perversos.
W. H. AUDEN
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