Como la magia, la poesía es negra o blanca, según sirva a lo sub-humano o a lo sobrehumano.
Las mismas disposiciones innatas ordenan la maquinaria del poeta blanco y del poeta negro. Algunos las consideran un don misterioso, un sello de las potencias superiores, otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O en realidad sí! Importaría mucho, pero no hemos llegado a ser aptos para comprender el origen de nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiera se liberaría de ellas. El poeta blanco busca comprender su naturaleza de poeta, para liberarse y hacerla servir. El poeta negro se aprovecha de ella y se esclaviza.
Pero, ¿qué es ese “don” común a todos los poetas? Es una conexión particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, tal que cada manifestación de una de estas vidas no posee ya únicamente el signo exclusivo, sino que puede devenir, por una resonancia interior, el signo de la emoción que es, en un momento dado, el color o el sonido o el sabor de sí-mismo. Esta emoción central, profundamente escondida en nosotros, no vibra y no brilla más que en raros instantes. Esos instantes serán para el poeta sus momentos poéticos, y todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en ese momento, serán los signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significación se realice en una imagen que se afirme mediante palabras, entonces más especialmente, diremos que es un poeta. Esto es lo que llamamos “don poético”, a falta de un conocimiento mayor.
El poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta negro lo explota para su satisfacción personal. Cree que posee el mérito de ese don, cree que él hizo voluntariamente sus poemas. O bien, abandonándose al mecanismo de las significaciones resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior, que le habría elegido como intérprete. En los dos casos, el don poético está al servicio del orgullo y de la imaginación falaz. Conjugador o inspirado, el poeta negro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira, un tercer elemento lo caracteriza aún: pereza. No digo que no se agite o sufra, al menos exteriormente. Pero todo ese movimiento se hace solo, se cuida mucho incluso de no intervenir él mismo, ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto, ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros se esfuerza por esconder bajo sus máscaras. Al “don” que opera en él, lo goza como un mirón [vouyeur], sin mostrarse, se viste con él como el cangrejo ermitaño de vientre blando se abriga con una concha de múrex, hecha para producir el púrpura real y no para revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver,
miedo de no tener otras riquezas que las responsabilidades que uno asume, es de esta pereza que yo hablo – ¡oh madre de todos mis vicios!
La poesía negra es fecunda en prestigios, como el sueño y el opio. El poeta negro gusta todos los placeres, luce todos los ornamentos, ejerce todos los poderes –en la imaginación. El poeta blanco prefiere la verdad, aunque sea pobre, que las ricas mentiras. Su obra es una lucha incesante contra el orgullo, la imaginación y la pereza. Aceptando su don, incluso si sufre por él, y sufre por sufrir, busca hacerlo servir a los fines superiores antes que a sus deseos egoístas, a la causa todavía desconocida de ese don.
No voy a decir: ése es poeta blanco, ése es poeta negro. Eso sería caer de ideas a opiniones, a discusiones y al error. No voy a decir tampoco: tal tiene el don poético, tal no lo tiene. ¿Lo tengo yo? A menudo dudo, a veces creo estar seguro. No estoy nunca convencido de una vez por todas. La pregunta se renueva siempre. Cada vez que el alba aparece el misterio está ahí, entero. Pero si yo he sido antes poeta, ciertamente fui un poeta negro, y si mañana deseo ser un poeta, quiero ser un poeta blanco. De hecho, toda poesía humana es mezcla de blanco y negro: pero una tiende hacia lo blanco y la otra hacia lo negro.
Aquella que tiende hacia lo negro no realiza un esfuerzo para ello. Sigue la pendiente natural y sub-humana. No se necesita esfuerzo para jactarse, para dormir, mentirse y vagar; ni para calcular y conjugar, cuando cálculos y conjugaciones están al servicio de la vanidad, de la imaginación, de la inercia. Pero lo poesía blanca va cuesta arriba, como la trucha, para llegar a engendrar en la fuente viva. Ella resiste, con esfuerzo y con astucia, a los caprichos de los rápidos y de los remolinos, no se deja distraer por el tornasol de las burbujas que pasan, ni es llevada por las corrientes a los dulces valles cenagosos.
¿Cómo lleva esta lucha el poeta que quiere convertirse en poeta blanco? Diré cómo intento llevarla yo, en mis extraños mejores momentos, para que un día, si soy un poeta, de mi poesía, tan gris como es, emane al menos un deseo de claridad.
Distinguiré tres etapas en la operación poética: la del germen poético, la del revestimiento en imágenes, la de la expresión verbal.
Todo poema nace de un germen, primero oscuro, que es necesario volver luminoso, para que produzca frutos de luz. En el poeta negro el germen queda oscuro y produce ciegas vegetaciones subterráneas. Para hacerlo brillar, es necesario hacer silencio, porque ese germen es la Cosa-por-decir misma, la emoción central que a través de toda mi maquinaria quiere expresarse. La máquina por sí misma es oscura, pero ama proclamarse luminosa, y llega a hacerlo creer. Tan pronto es puesta en movimiento por el impulso del germen, ella pretende actuar por cuenta propia, para exhibirse, y por el placer vicioso de cada una de sus palancas y engranajes. ¡Silencio entonces, máquina! ¡Funcioná y callate! ¡Silencio a los juegos de palabras, a los versos memorizados, a los recuerdos fortuitamente reunidos, silencio a la ambición, al deseo de brillar –porque la luz sola brilla por sí-misma– silencio al elogio de sí mismo, a la autocompasión, silencio al gallo que cree hacer salir al sol! Y el sol aparta las tinieblas, el germen comienza a brillar, alumbrador, no alumbrado. Esto es lo que habría que hacer. Es muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo recibe en recompensa un pequeño rayo de luz. La Cosa-por-decir aparece entonces, en lo más íntimo de sí, como una certeza eterna –conocida, reconocida y esperada al mismo tiempo– un punto luminoso conteniendo la totalidad del deseo de ser.
La segunda fase es la vestimenta del germen luminoso –que revela pero no es revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido–, su revestimiento por las imágenes que lo manifestarán. Allí todavía es necesario revisar las imágenes, rechazar y apresar aquellas que no quieren servir más que a la facilidad, la mentira y el orgullo. ¡Hay tantas bellas que uno querría mostrar! Pero, hecho el orden, debe dejarse al germen elegir él mismo la planta o el animal del que va a vestirse, dándole la vida.
Y viene, en tercer lugar, la expresión verbal, donde no cuentan ya solamente el trabajo interior, sino también la ciencia y el saber-hacer exteriores. El germen tiene su respiración propia. Su aliento se apropia de los mecanismos de la expresión, comunicándoles su cadencia. Entonces, deben esos mecanismos estar bien aceitados y además muy descansados, para que no se pongan a bailar su baile solos, a escandir sus metros incongruentes. Y al mismo tiempo, ella somete los sonidos del lenguaje en su aliento, la Cosa-por-decir los obliga así a contener sus imágenes. ¿Cómo realiza ella esta doble operación? Ese es el misterio. No es por conjugación intelectual, hace falta mucho tiempo para eso; ni por instinto: el instinto no inventa. Ese poder se ejerce gracias a la conexión especial que existe entre los elementos de la maquinaria del poeta, que une en una sola substancia viva materiales tan diferentes como las emociones, las imágenes, los conceptos y los sonidos. La vida de ese nuevo organismo es el ritmo del poeta.
El poeta negro hace casi todo lo contrario, aunque la exacta semblanza de estas operaciones se efectúan en él. Su poesía le abre numerosos mundos, es cierto, pero mundos sin Sol, iluminados por mil lunas fantásticas, poblados de fantasmas, decorados de espejismo, y a veces adoquinados de buenas intenciones. La poesía blanca abre la puerta de un solo mundo, el de un único Sol, sin prestigios, real.
He dicho lo que es necesario hacer para devenir un poeta blanco. ¡Hace falta que yo llegue a serlo! Incluso en la prosa, en las palabras y la escritura ordinarias –en todos los aspectos de mi vida cotidiana– todo lo que produzco es gris, piadoso, manchado, mezcla de luz y de noche. Entonces, reemprendo la lucha después. Me releo. Entre mis frases veo palabras, expresiones, parásitos que no sirven a la Cosa-por-decir; una imagen que pretende ser extraña, un juego de palabras tomado por divertido, una pedantería de grosero que bien debería quedarse en su escritorio, en lugar de venir a tocar la flauta en mi cuarteto de cuerdas, y, cosa notable, al mismo tiempo es una falta de buen gusto, de estilo o incluso de sintaxis. El lenguaje mismo parece dispuesto para descubrirme los intrusos. Pocas de las faltas son de técnica pura. Casi todas son mis faltas. Y tacho, corrijo, con la alegría que alguien puede tener al cortarse del cuerpo un trozo engangrenada.
1941
Traducción: Dardón&Bollini
Las mismas disposiciones innatas ordenan la maquinaria del poeta blanco y del poeta negro. Algunos las consideran un don misterioso, un sello de las potencias superiores, otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O en realidad sí! Importaría mucho, pero no hemos llegado a ser aptos para comprender el origen de nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiera se liberaría de ellas. El poeta blanco busca comprender su naturaleza de poeta, para liberarse y hacerla servir. El poeta negro se aprovecha de ella y se esclaviza.
Pero, ¿qué es ese “don” común a todos los poetas? Es una conexión particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, tal que cada manifestación de una de estas vidas no posee ya únicamente el signo exclusivo, sino que puede devenir, por una resonancia interior, el signo de la emoción que es, en un momento dado, el color o el sonido o el sabor de sí-mismo. Esta emoción central, profundamente escondida en nosotros, no vibra y no brilla más que en raros instantes. Esos instantes serán para el poeta sus momentos poéticos, y todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en ese momento, serán los signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significación se realice en una imagen que se afirme mediante palabras, entonces más especialmente, diremos que es un poeta. Esto es lo que llamamos “don poético”, a falta de un conocimiento mayor.
El poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta negro lo explota para su satisfacción personal. Cree que posee el mérito de ese don, cree que él hizo voluntariamente sus poemas. O bien, abandonándose al mecanismo de las significaciones resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior, que le habría elegido como intérprete. En los dos casos, el don poético está al servicio del orgullo y de la imaginación falaz. Conjugador o inspirado, el poeta negro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira, un tercer elemento lo caracteriza aún: pereza. No digo que no se agite o sufra, al menos exteriormente. Pero todo ese movimiento se hace solo, se cuida mucho incluso de no intervenir él mismo, ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto, ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros se esfuerza por esconder bajo sus máscaras. Al “don” que opera en él, lo goza como un mirón [vouyeur], sin mostrarse, se viste con él como el cangrejo ermitaño de vientre blando se abriga con una concha de múrex, hecha para producir el púrpura real y no para revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver,
miedo de no tener otras riquezas que las responsabilidades que uno asume, es de esta pereza que yo hablo – ¡oh madre de todos mis vicios!
La poesía negra es fecunda en prestigios, como el sueño y el opio. El poeta negro gusta todos los placeres, luce todos los ornamentos, ejerce todos los poderes –en la imaginación. El poeta blanco prefiere la verdad, aunque sea pobre, que las ricas mentiras. Su obra es una lucha incesante contra el orgullo, la imaginación y la pereza. Aceptando su don, incluso si sufre por él, y sufre por sufrir, busca hacerlo servir a los fines superiores antes que a sus deseos egoístas, a la causa todavía desconocida de ese don.
No voy a decir: ése es poeta blanco, ése es poeta negro. Eso sería caer de ideas a opiniones, a discusiones y al error. No voy a decir tampoco: tal tiene el don poético, tal no lo tiene. ¿Lo tengo yo? A menudo dudo, a veces creo estar seguro. No estoy nunca convencido de una vez por todas. La pregunta se renueva siempre. Cada vez que el alba aparece el misterio está ahí, entero. Pero si yo he sido antes poeta, ciertamente fui un poeta negro, y si mañana deseo ser un poeta, quiero ser un poeta blanco. De hecho, toda poesía humana es mezcla de blanco y negro: pero una tiende hacia lo blanco y la otra hacia lo negro.
Aquella que tiende hacia lo negro no realiza un esfuerzo para ello. Sigue la pendiente natural y sub-humana. No se necesita esfuerzo para jactarse, para dormir, mentirse y vagar; ni para calcular y conjugar, cuando cálculos y conjugaciones están al servicio de la vanidad, de la imaginación, de la inercia. Pero lo poesía blanca va cuesta arriba, como la trucha, para llegar a engendrar en la fuente viva. Ella resiste, con esfuerzo y con astucia, a los caprichos de los rápidos y de los remolinos, no se deja distraer por el tornasol de las burbujas que pasan, ni es llevada por las corrientes a los dulces valles cenagosos.
¿Cómo lleva esta lucha el poeta que quiere convertirse en poeta blanco? Diré cómo intento llevarla yo, en mis extraños mejores momentos, para que un día, si soy un poeta, de mi poesía, tan gris como es, emane al menos un deseo de claridad.
Distinguiré tres etapas en la operación poética: la del germen poético, la del revestimiento en imágenes, la de la expresión verbal.
Todo poema nace de un germen, primero oscuro, que es necesario volver luminoso, para que produzca frutos de luz. En el poeta negro el germen queda oscuro y produce ciegas vegetaciones subterráneas. Para hacerlo brillar, es necesario hacer silencio, porque ese germen es la Cosa-por-decir misma, la emoción central que a través de toda mi maquinaria quiere expresarse. La máquina por sí misma es oscura, pero ama proclamarse luminosa, y llega a hacerlo creer. Tan pronto es puesta en movimiento por el impulso del germen, ella pretende actuar por cuenta propia, para exhibirse, y por el placer vicioso de cada una de sus palancas y engranajes. ¡Silencio entonces, máquina! ¡Funcioná y callate! ¡Silencio a los juegos de palabras, a los versos memorizados, a los recuerdos fortuitamente reunidos, silencio a la ambición, al deseo de brillar –porque la luz sola brilla por sí-misma– silencio al elogio de sí mismo, a la autocompasión, silencio al gallo que cree hacer salir al sol! Y el sol aparta las tinieblas, el germen comienza a brillar, alumbrador, no alumbrado. Esto es lo que habría que hacer. Es muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo recibe en recompensa un pequeño rayo de luz. La Cosa-por-decir aparece entonces, en lo más íntimo de sí, como una certeza eterna –conocida, reconocida y esperada al mismo tiempo– un punto luminoso conteniendo la totalidad del deseo de ser.
La segunda fase es la vestimenta del germen luminoso –que revela pero no es revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido–, su revestimiento por las imágenes que lo manifestarán. Allí todavía es necesario revisar las imágenes, rechazar y apresar aquellas que no quieren servir más que a la facilidad, la mentira y el orgullo. ¡Hay tantas bellas que uno querría mostrar! Pero, hecho el orden, debe dejarse al germen elegir él mismo la planta o el animal del que va a vestirse, dándole la vida.
Y viene, en tercer lugar, la expresión verbal, donde no cuentan ya solamente el trabajo interior, sino también la ciencia y el saber-hacer exteriores. El germen tiene su respiración propia. Su aliento se apropia de los mecanismos de la expresión, comunicándoles su cadencia. Entonces, deben esos mecanismos estar bien aceitados y además muy descansados, para que no se pongan a bailar su baile solos, a escandir sus metros incongruentes. Y al mismo tiempo, ella somete los sonidos del lenguaje en su aliento, la Cosa-por-decir los obliga así a contener sus imágenes. ¿Cómo realiza ella esta doble operación? Ese es el misterio. No es por conjugación intelectual, hace falta mucho tiempo para eso; ni por instinto: el instinto no inventa. Ese poder se ejerce gracias a la conexión especial que existe entre los elementos de la maquinaria del poeta, que une en una sola substancia viva materiales tan diferentes como las emociones, las imágenes, los conceptos y los sonidos. La vida de ese nuevo organismo es el ritmo del poeta.
El poeta negro hace casi todo lo contrario, aunque la exacta semblanza de estas operaciones se efectúan en él. Su poesía le abre numerosos mundos, es cierto, pero mundos sin Sol, iluminados por mil lunas fantásticas, poblados de fantasmas, decorados de espejismo, y a veces adoquinados de buenas intenciones. La poesía blanca abre la puerta de un solo mundo, el de un único Sol, sin prestigios, real.
He dicho lo que es necesario hacer para devenir un poeta blanco. ¡Hace falta que yo llegue a serlo! Incluso en la prosa, en las palabras y la escritura ordinarias –en todos los aspectos de mi vida cotidiana– todo lo que produzco es gris, piadoso, manchado, mezcla de luz y de noche. Entonces, reemprendo la lucha después. Me releo. Entre mis frases veo palabras, expresiones, parásitos que no sirven a la Cosa-por-decir; una imagen que pretende ser extraña, un juego de palabras tomado por divertido, una pedantería de grosero que bien debería quedarse en su escritorio, en lugar de venir a tocar la flauta en mi cuarteto de cuerdas, y, cosa notable, al mismo tiempo es una falta de buen gusto, de estilo o incluso de sintaxis. El lenguaje mismo parece dispuesto para descubrirme los intrusos. Pocas de las faltas son de técnica pura. Casi todas son mis faltas. Y tacho, corrijo, con la alegría que alguien puede tener al cortarse del cuerpo un trozo engangrenada.
1941
Traducción: Dardón&Bollini
pues yo la verdad mi poesía es oscura xque así me satisface lo excéntrico x el simple y d echo de que estoy encontra de la sociedad e escrito lagrimas tristeza y maldiciones xque es mi manera de sentir a las personas y lo maldito lo amo y lo venero aunque aveces me siento mentirosa por no star triste pero s que amo la tristeza amo maldecir y no fisicamente lloro pero mi tarea s ser apatica y excentrica.
ResponderEliminarQuerida Sandra, temo que has caído en el error en que caen la mayoría de lectores de este ensayo. La Poesía Blanca no es una poesía moral o pedagógica, didáctica o correcta. Es la poesía de autoexposición y de tortura de sí. Artaud es un poeta blanco. La Poesía Negra es frivolidad, pereza y estupidez, no dudes de su fuerza, pero sólo está mal direccionada...
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