Sobre el Hombre Topo
SOBRE EL HOMBRE TOPO:
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.
sábado, 14 de junio de 2014
El monje de la camisa color uva - 2da entrega
El monje de la camisa color uva - las notas del cuaderno de Mateo
Venimos de una familia italovascofrancoaborigenetc, con bisabuelos que vivieron la segunda guerra mundial, entre Milán y el sur, ¿corre sangre azul por mis venas? Me las miro y lo escribo, vuelvo a tratar la cascarita. Mi bisabuelo inmigrante recibió un premio por una cuestión industrial. Ese bisabuelo sacaba a mamá, a nuestra mamá, a la terraza del caserón familiar. Esa terraza, en la actualidad no es pisada por nadie, en la actualidad, en ese caserón funciona una fábrica de bencina. Nadia heredó de mamá la condición de “niña que lo tuvo todo y ahora anda buscando una pensión para compartir.”
El abuelo sacaba a mamá a la terraza, mientras en el interior se brindaba multitudinariamente, y le señalaba el Año Viejo que se iba. Y el truco funcionaba porque cuando mamá le preguntaba por el nuevo, el abuelo le decía, sin el menor titubeo, que era imposible verlo. “Imposible ver el Año que empieza, el Año que hoy es nuevo, vas a verlo recién el año que viene.”
La generación que siguió a mi bisabuelo se perdió, la empresa cayó, agonizó y por supuesto murió en manos inútiles. Uno de esos “inútiles” era mi abuelo Don Raúl, el que anda con las manos atrás, siempre unidas, el mismo que un día entró a casa de mi hermano Jorge sin pedir permiso. Para mi abuelo el mundo era el interior de un supermercado, un domingo a la tarde. Así fue que una vez entró a casa de Jorge y Verónica. Verónica, cubierta por una toalla, se sobresaltó; Jorge, sentado en un rincón oscuro quedó silencioso; Verónica se vistió y volvió para ver al abuelo mirando la foto que estaba sobre el televisor, un televisor que por poco no es a fuelle. (Así es, la última vez que visité a mí hermano su televisor me provocó algo, no sé bien qué). Y ahí estaba plantado mi abuelo, terminando la eterna reunión de sus manos, para agarrar, con índice y pulgar, la fotito de arriba del televisor.
Jorge había contado a Verónica que una vez, bajo la falsa parra, mi abuelo le había vaticinado una guerra de hombres contra seres de otros planetas, la guerra de los mundos. Sí, mi abuelo, el perseguido por espías nazis; ese que iba a crear el coche que funcionara sin combustible, arruinando para siempre el negocio del petróleo pero salvando al mundo, había vaticinado la guerra de los mundos en la luna. “Si un solo extraterrestre impactara contra la tierra -había dicho mi abuelo al pequeño Jorge- la vida humana se acabaría.”
Verónica, con una especie de sed de venganza, con ganas de resarcir al niño engañado y asustado, preguntó si aquél viejito, que dejaba sus marcas dactilares en la foto, era acaso el mismo “delirante” del cuento “estúpido” de la guerra de los mundos. Mi hermano se puso de pie y salió al patio.
Algunos dicen que mi hermano fumaba en esos días, una cosa circunstancial. Miraba al cielo, cuando atrás de él fue Verónica. Y los siguió, sin conciencia de donde estaba, mi abuelo.
Cuenta Verónica que abrazó a Jorge, y que este temblaba sin animarse a mirar la luna.
M.R
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