No sé si en todas, pero en la funeraria de los Molina se tenía por costumbre poner un “hermoso cuaderno abierto”, no en la mesa de entrada -porque eso hubiese implicado una obligación- sino en un ala del lugar, el ala derecho; un pequeño sucucho de techo bajo; similar a un oratorio para pedir a una virgen; un lugar silencioso y amargo, pero también de tarjeta; un lugar en el que tranquilamente podría descansar una tarjeta de Jorge. Porque también hay tarjetas suyas que no hablan del amor, ¿de qué hablan entonces? ¿Hablan de la muerte?
Estando vacía el ala derecha y sin vigilancia entró mi hermano, no necesitó trepar a una silla (de hecho no había ninguna) pero sí ponerse en puntitas de pie para leer las dedicatorias del cuaderno.
“A mi vieja maestra y amiga” y “Hasta pronto estrellita mía” son las dedicatorias que mi hermano recuerda textualmente porque calaron hondo, pero también le tocaron el corazón otras anotaciones, de otros ex alumnos de la maestra que estaba siendo velada; por ejemplo la anotación de un hombre que recordaba cuando la mujer lo había invitado a tomar el té por el día su comunión; o la de otro que recordaba haberle regalado el libro Pan de Knut Hamsun.
Uno de los ex alumnos entró, era un hombre canoso, abrigado con una campera de cuero marrón, Jorge se tiró al suelo y se escondió debajo de la mesa; recuerda que por la calle pasaba el botellero con su altavoz, y también recuerda con claridad que el ex alumno miró al frente, suspiró, y después escribió en el cuaderno la dedicatoria que decía “hasta pronto estrellita mía”, de ahí tal vez la tendencia de mi hermano a plagarlo todo de estrellas.
M.R.
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