Lo sucedido es imposible de contar. Varias veces intenté transmitirlo, después de diez largos años de que se produjera. Quisiera, de una buena vez, usar todos mis recursos de lenguaje para contar, por lo menos, todas las circunstancias externas e internas. Este hecho es una certeza adquirida por accidente a los diecisiete o dieciocho años, y su recuerdo orientó lo mejor de mí hacia la búsqueda de los mejores medios para recobrarla durablemente.
Mis recuerdos de infancia y de adolescencia están jalonados por una serie de tentativas de llegar a tener una experiencia del más allá, y esta secuencia de ensayos, realizados azarosamente me condujo a la experiencia fundamental de la que hablo. A los seis años, sin que ninguna creencia me fuera inculcada, el problema de la muerte se presentó ante mí en toda su desnudez. Pasé noches atroces arañándome el vientre y agarrado a mi garganta por la angustia de la nada, del “más nada de todo". A los once años, una noche, aflojando mi cuerpo aplaqué el terror y la revuelta de mi organismo ante lo desconocido, y un sentimiento nuevo nació en mí, esperanza y anticipo de algo imperecedero. Pero quería más, ansiaba una certeza. A los quince años comencé mis búsquedas imperecederas, sin dirección y un poco al azar. No pudiendo hallar el medio de experimentar la muerte—mi muerte—intenté estudiar el sueño, suponiendo una analogía entre aquélla y éste. Intenté, por diversos procedimientos, ingresar despierto al estado de sueño. La empresa es menos rigurosamente absurda de lo que parece, sin embargo, es peligrosa en varios aspectos. No pude proseguirla mucho más; la naturaleza me dio serias advertencias sobre los peligros que corría. Un día decidí entonces enfrentar el problema mismo de la muerte: pondría mi cuerpo en un estado lo más cercano posible a la muerte fisiológica, pero empleando todos mis esfuerzos en quedar despierto y en anotar todo lo que se presentase ante mí. Tenía a mano el tetracloruro de carbono que utilizaba para disecar los coleópteros que coleccionaba. Sabiendo que sus efectos se asemejan químicamente a los del cloroformo—más tóxico que este—esperaba poder regularlo de un modo más cómodo: en el momento en que se produjese el síncope, mi mano volvería a caer con el pañuelo sostenido bajo mi nariz, empapado con el líquido volátil. En consecuencia, repetí la experiencia en presencia de amigos dispuestos a prestarme ayuda en caso de que fuera necesario. El resultado fue siempre exactamente el mismo: sobrepasó y perturbó mis expectativas haciendo estallar los límites de lo posible y arrojándome brutalmente a otro mundo.
Manifestaba en principio los signos ordinarios de la asfixia: latidos en las arterias, zumbidos, ruidos de bomba en las sienes, resonancia dolorosa del más mínimo sonido exterior, parpadeos de luz; luego sentía que todo aquello se volvía serio, que el juego había terminado, y recapitulaba toda mi vida hasta ese día. Si había una ligera angustia, ella no se distinguía de un malestar corporal del que mi intelecto se encontraba libre, repitiéndose a sí mismo: ¡cuidado! ¡No te duermas, es el momento de tener los ojos abiertos! Los fosfenos que danzaban delante de mis ojos cubrían rápidamente todo el espacio, al que llenaba el ruido de mi sangre; ruido y luz llenaban el mundo y no constituían más que un ritmo. En aquel momento no tenía ya uso de la palabra, ni de la palabra interior; el pensamiento iba demasiado rápido como para arrastrar las palabras con él. Noté, al instante, que tenía siempre el control de la mano que tenía el pañuelo, que percibía correctamente siempre el lugar donde mi cuerpo estaba, que entendía las palabras pronunciadas cerca de mí, que percibía el sentido— más bien objetos, palabras y sentido de los palabras, de repente, carecían de significación, como a las palabras que se repite durante mucho tiempo, y que parecen muertos y extraños en la boca: se sabe lo que significa la palabra “mesa”, se la podría usar correctamente, pero no evoca ya por completo a su objeto. Entonces, todo lo que en mi estado ordinario era para mí el mundo, seguía siempre ahí, pero como si bruscamente se lo hubiera vaciado de su substancia; no era más que una fantasmagoría a la vez vacía, absurda, precisa y necesaria. Y este mundo aparecía asimismo en su irrealidad porque bruscamente estaba inmerso en otro mundo, intensamente más real, un mundo instantáneo, eterno, una hoguera ardiente de realidad y evidencia en la que estaba lanzado como una mariposa turbulenta en la llama. En este momento, apareció la certeza, y es aquí donde la palabra ya debe contentarse con girar alrededor del hecho.
¿Certeza de qué? De que las palabras son pesadas, lentas, demasiado flexibles o demasiado rígidas. Con esas pobres palabras, no puedo emitir más que proposiciones imprecisas, mientras que mi certeza es para mí el arquetipo de la precisión. Todo lo que de aquella experiencia resta pensable y formulable en mi estado ordinario, es más que esto—pero me jugaría la cabeza a que tuve la certeza de la existencia de otra cosa, de un más allá, de otro mundo o de otra suerte de conocimiento; y, en ese momento, conocía directamente, sentía ese más allá en su realidad íntima. Es importante repetir que, en el nuevo estado, percibía y comprendía muy bien el estado ordinario, éste estaba contenido en aquél, como la vigilia comprende los sueños, y no al revés, esta relación irrepetible, prueba la superioridad (en escala de realidad, o de conciencia) del segundo estado sobre el primero (estado ordinario). Pensaba netamente: “ahora mismo voy a ser reenviado a lo que llamo el “estado normal” y quizá el recuerdo de esta espantosa revelación se ensombrezca, pero es en este instante que veo la verdad”. Pensaba sin palabras y acompañado por un pensamiento superior que me atravesaba, que se pensaba a su vez, por así decirlo, dentro de mi substancia con una velocidad tendiente a lo instantáneo. Estaba atrapado desde toda la eternidad, precipitado a la aniquilación siempre inminente con una velocidad acelerada a través del mecanismo terrorífico de la Ley que me negaba. “Eso es, es esto”—tal era el grito de mi pensamiento. Debía, bajo pena de lo peor, seguir el movimiento; era un esfuerzo terrible y cada vez más difícil, pero estaba forzado a hacer ese esfuerzo, hasta el momento en que cedí cayendo sin dudas en un muy breve estado de síncope; mi mano soltaba el pañuelo, inhalaba aire y me quedaba, por el resto del día, atolondrado y estúpido, con un fuerte dolor de cabeza.
“Voy ahora a intentar delimitar la certeza indecible por medio de imágenes y conceptos. Es necesario entender que, en principio, en relación a nuestro pensamiento ordinario, esta certeza es de un grado superior de significación. Estamos acostumbrados a servirnos de imágenes para significar conceptos; así por ejemplo, la imagen de un círculo, nos sirve para comprender el concepto de círculo. En este caso, el concepto mismo no es ya el término final, la cosa a significar: el concepto—la idea en el sentido ordinario del término—es él mismo signo de algo superior. Recuerdo que en el momento en que la certeza se me revelaba, mis mecanismos intelectuales seguían funcionando: imágenes se formaban, conceptos y juicios se pensaban, pero sin ser obstruidos por palabras, lo que daba al proceso una velocidad y simultaneidad a menudo experimentada en momentos de gran peligro, como en el curso de bajada de una montaña.
Las imágenes y conceptos que voy a describir estaban presentes en el momento de la experiencia, a un nivel de realidad intermedio entre la apariencia del mundo exterior cotidiano y la certeza misma. Sin embargo, algunas imágenes y conceptos se deducen de una fabulación ulterior, debido a que en cuanto quise contar la experiencia a otros y primeramente a mí mismo, me vi obligado a emplear palabras, o sea, a desarrollar algunos aspectos implícitos de las imágenes y los conceptos.
Comenzaré por las imágenes, si bien imágenes y conceptos se dieron simultáneamente. Son tanto visuales como sonoras. Las primeras se presentaban como un velo de fosfenos, más real que el “mundo” del estado ordinario, al que podía percibir a través de éste. Un círculo rojo y negro partido a la mitad inscripto en un triángulo partido del mismo modo, el medio-círculo rojo estando en el medio-triangulo y viceversa; y el espacio entero era divisado indefinidamente así en círculos y triángulos inscriptos los unos en los otros, distribuyéndose y moviéndose, convirtiéndose los unos en los otros de un modo geométricamente imposible, es decir, no representable en el estado ordinario. Un sonido acompañaba el movimiento luminoso, y de repente me daba cuenta que era yo quien producía el sonido; era casi ese mismo sonido, cuya emisión entretenía mi existencia. El sonido se expresaba mediante una fórmula que debía repetir cada vez más rápido para seguir el movimiento; la fórmula (cuento los hechos sin intentar disfrazar su absurdidad) se pronunciaba aproximadamente: “Tem gwef tem gwef dr rr rr” con acento tónico sobre la segunda “gwef”; la última sílaba, confundiéndose con la primera, daba un impulso perpetuo al ritmo, que era, lo repito, el de mi propia existencia. Sabía bien que, en cuanto todo fuera demasiado rápido para poder seguirlo, se produciría la espantosa revelación. Estaba siempre infinitamente cerca de suceder, y en el límite… no puedo decir nada más sobre eso.
En cuanto a los conceptos, giran ellos en torno a una idea central de identidad: todo gira del mismo modo al instante, expresándose en esquemas espaciales, temporales, numéricos—esquemas presentes al mismo tiempo, pero cuya diferenciación en categorías y expresiones verbales son, por supuesto, posteriores.
El espacio en que las representaciones tenían lugar no era euclidiano, puesto que es un espacio tal que toda extensión indefinida a partir de un punto de partida retorna a tal punto; creo que esto es lo que los matemáticos llaman “espacio curvo”. Proyectado sobre un plano euclidiano, el movimiento puede ser descrito así: sea un círculo inmenso, cuya circunferencia es reenviada al infinito, perfecta, pura y homogénea—excepto en un punto: pero de hecho, ese punto se ensancha en un círculo que crece indefinidamente, rechazando su circunferencia al infinito confundiéndose a veces con el círculo original, perfecto, puro y homogéneo—excepto en un punto, que se expande en un círculo…y así sucesivamente, de modo perpetuo y, a decir verdad, instantáneamente, puesto que a cada instante en que la circunferencia es rechazada al infinito, simultáneamente reaparece como punto; no un punto central, eso sería demasiado bello; sino un punto excéntrico, que representa a la vez la nada de mi existencia y el desequilibrio que esta existencia, por su particularidad, provoca en el círculo inmenso del Todo, que a cada instante me anula en pos de reconquistar su integridad (que en sentido estricto, jamás ha perdido: soy yo quien siempre está perdido).
“En relación con el tiempo, es un esquema perfectamente análogo, y el movimiento de retorno al origen de una expansión indefinida debe ser entendido como duración (una duración “curva”) al igual que en el espacio: el último es perpetuamente idéntico al primero, todo vibra simultáneamente al instante, y es solamente por necesidad de representar las cosas en nuestro “tiempo” ordinario que debo hablar de una repetición indefinida: lo que veo, lo que vi, lo que siempre veré, todo recomienza idénticamente a cada instante—como si mi existencia particular y rigurosamente nula fuera, en la substancia homogénea de lo Inmóvil, la causa de una proliferación cancerosa de momentos.
En relación al nombre, del mismo modo, la multiplicación indefinida de puntos, círculos, triángulos, resulta instantáneamente de la Unidad regenerada, perfecta excepto yo, y ese excepto yo desequilibrando la Unidad de Todo engendra una multiplicación indefinida e instantánea tendiente a confundirse inmediatamente con el límite, con la unidad regenerada, perfecta excepto yo…y todo recomienza en su sitio y en un instante, sin que el Todo sea realmente alterado.
Sería conducido a las mismas expresiones absurdas si siguiera intentando atrapar la certeza en la serie de las categorías lógicas; bajo la categoría de causalidad, por ejemplo, la causa y el efecto se implican y explican a cada instante, pasando el uno por el otro a causa del desequilibrio que produce en su identidad substancial el vacío, el agujero infinitesimal que soy.
Bastante dije sobre eso como para que se comprendiera que la certeza de la que hablo es a la vez matemática, experimental y emocional; matemática—o más bien matemático-lógica—; por matemática debe entenderse, indirectamente, la descripción conceptual que acabo de intentar y que, abstractamente, puede resumirse así: identidad de la existencia y de la no existencia de lo finito en lo infinito; experimental, no sólo porque la certeza esté fundada en una visión directa (lo que sería observación y no forzosamente experiencia), no sólo porque la experiencia pueda ser repetible, sino porque ella es experimentada a cada instante por mi lucha por “seguir el movimiento” que me anulaba, repitiendo la fórmula con la que me nombraba a mí mismo; emocional, porque en todo esto—y aquí radica el centro de toda mi experiencia, se trata de mí. Veía mi nada cara a cara, o más bien mi aniquilación perpetua en cada instante, aniquilación total pero no absoluta: los matemáticos me comprenderán si digo "asintótica".
Insisto en ese triple carácter de la certeza a fin de prevenir en el lector tres tipos de incomprensión. Primeramente quiero evitar a espíritus vagos la ilusión de comprenderme, para responder a mi certeza matemática, más que a sentimientos vagos del más allá. En segundo término, impedir a los psicólogos, y especialmente psiquiatras, de tomar mi testimonio no como un testimonio, sino como manifestación psíquica interesante para estudiar y explicable por lo que ellos creen su “ciencia psicológica”, y es para volver vanas sus expectativas que insisto sobre el carácter experimental (y no simplemente introspectivo) de mi certeza; en fin, el corazón mismo de la certeza, el grito: “Soy yo esto, es de mí de lo que se trata”, este grito debería espantarlos de querer, de un momento a otro, tener la misma experiencia; les advierto que la experiencia es terrible, y si quieren precisiones sobre los peligros, pueden consultarme en privado, no hablo de los peligros fisiológicos (que son muy grandes), porque si así fuera, mediante la aceptación de graves enfermedades o imperfecciones, o de un acortamiento muy perceptible de la duración de la vida física, se pudiera adquirir una certeza, esto no sería un costo demasiado alto; no hablo solamente del riesgo real de la locura o del agotamiento definitivo, del que escapé sólo por un hecho extraordinario del que no puedo hablar por escrito. El riesgo es muy grave, y la historia de la mujer de Barba azul lo ilustra bien; ella abre la puerta de la habitación prohibida, y el espectáculo de horror que la atrapa la marcará como un fierro rojo en lo más profundo de sí misma. Después de la primera experiencia, por cierto, estuve varios días en estado de “desprendimiento” de todo lo que ordinariamente se llamase real: todo me parecía una absurda fantasmagoría, ninguna lógica podía convencerme de qué había sucedido, estaba dispuesto a seguir, como una hoja al viento, sin importar el impulso interior o exterior, y esto hace suponer los “actos” (si se puede decir) irreparables—nada teniendo más importancia para mí. Repetí la experiencia, siempre obteniendo los mismos resultados; o antes bien, era el mismo momento, el mismo instante reencontrado, coexistiendo eternamente al desarrollo ilusorio de mi duración. Habiendo visto el peligro, dejé de hacer las pruebas. Un día, varios años después fui anestesiado, para una pequeña intervención quirúrgica, con protóxido de nitrógeno; fue lo mismo, el mismo instante único reencontrado—esta vez, en verdad, hasta el síncope total.
“Mi certeza, por cierto, no necesitaba confirmaciones exteriores, sino que fue ella la que me alumbró de repente los sentidos respecto de toda suerte de relatos que otros hombres han querido hacer sobre la misma revelación. En efecto, supe pronto que no era un caso aislado y patológico en el cosmos. Varios colegas intentaron hacer las mismas experiencias. Para la mayor parte, no pasó nada, excepto los fenómenos ordinarios que preceden la narcosis. Dos entre ellos llegaron un poco más lejos, pero experimentaron sólo las imágenes bastante difusas de un profundo pasmo; uno decía que era como los carteles de publicidad de algún aperitivo, en la que había dos mozos de café llevando botellas con etiquetas en las que dos mozos llevan botellas con etiquetas en las que… el otro, ahondando dolorosamente en su memoria, intentaba explicarme: “Ixian, Ixian i…Ixian Ixian i” lo que traduciría en su lengua mi: “Tem gwef tem gwef dr rr rr…”. Pero el tercero conoció exactamente la misma realidad que yo, nos faltó sólo una mirada para saber que habíamos visto la misma cosa. Era Roger-Gilbert-Lecomte, con quién yo habría de dirigir la revista Le Grand Jeu, cuyo tono de convicción profunda no era sino el reflejo de nuestra certeza común; y estoy seguro que aquella experiencia determinó tanto mi vida como la suya, si bien en un sentido diferente.
Y poco a poco descubrí en mis lecturas testimonios de la misma experiencia, ya que tenía la clave de esos relatos y descripciones, de los que antes no podía suponer su relación con una única y misma realidad. William James habla de ello. O. V. de L. Milosz, en su Épître à Storage, de hecho, en un relato que me impactó por los términos que emplea, y que encontraba en mi boca. El famoso círculo del que habla un monje de la Edad Media, y que vio Pascal (pero, ¿quién lo vive y quién habla de eso primero?) deja de ser para mí un fría alegoría, supe que él había tenido una visión devorante de lo que había visto yo también. Y, más allá de los testimonios humanos, más o menos complejos (no es de verdadero poeta que encontraba al menos un fragmento), las confesiones de los grandes místicos, y, más allá aún, ciertos textos sagrados de diversas religiones, me dieron la confirmación de la misma realidad; a veces en forma terrorífica, cuando es percibida por un individuo limitado, que no se ha vuelto capaz de percibirla, quien, como yo, intentó ver el infinito por el agujero de la cerradura y se halló frente a la armonía de Barba azul, a veces bajo la forma apacible, plenamente feliz e intensamente luminosa, que es la visión de los seres que realmente se han trasformado y pueden verla, a la realidad, frente a frente, sin ser destruidos. Pienso, por ejemplo, en la revelación del Ser divino en el Bhagavad-Gîtâ, en las visiones de Ezequiel o en las de San Juan en Patmos, en ciertas descripciones del Libro de los Muertos tibetano (Bardo Thödol), en un pasaje del Lankâvatara-Sûtra…
No habiéndome vuelto loco definitivamente, poco a poco comencé a filosofar sobre el recuerdo de esta experiencia. Y habría zozobrado en mi propia filosofía si, en el momento necesario, alguien no se hubiera puesto en mi camino para decirme: hay una puerta abierta, estrecha y de duro acceso, pero una puerta al fin, y es la única para vos.
Traducción de Juan M. Dardón y Adrian Bollini
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