Temblor de primavera
No
hay mal suficiente cometido
detrás
de esta petrificación
frente
a tu cuerpo, para mí vedado,
o
tu rostro —blanco, rojo y blanco:
cambiar
repentino de la pureza
que
nos arrasa, entre palabras podridas...
—lianas
que se forman sobre tu boca.
Pero
de tus mejillas vuelve
un
ángel
y
un eco que me atrapa:
nunca
maté animales
sumidos
en la crianza, puros
o engordados;
ni
encendí la hoguera de los niños enfermos;
ni
compré vino; o sometí esposas; pero
todo
el color oscuro de ser hombre
recae
sobre mí, cálidamente,
al
llamar con ojos en tu altar de uñas
o
soplar, desde lejos,
una
pestaña tuya desprendiéndose.
¡No
me mates! Si pudiera agarrarte la cintura
y romper
la línea que cruza tu tronco, mojarte
la
boca con lento pincel de amianto, esfumaría,
así,
este dolor de vidrio
amurado...
de vena de esquirla:
la
sangre coagulada de la estación primera.
No
me mate
el
rayo de tu gracia, ¡tampoco!.
Al
borde de tu mano resplandecen
lágrimas
de miedo.
En
la inminencia de las líneas de tu rostro,
un
tesoro
enciende
sus metales
hasta
tiznar la piedra perfumada.
—Campanas que
baten... —¡Soy yo!:
muero en el aire
alrededor de tu pelo.
—Murciélagos
chillando... —¡Soy yo!:
cantando una
recta perdida en tu desplazamiento.
Un
ala dura de mármol
se
abre
en
gesto amenazante.
Perecer
bajo esa ala
es
un sarcófago de miel para las abejas:
¡cima!,
¡inmovilidad profunda!.
—¡Soy yo! ¡yo
soy el insecto!
¡Qué
rayo templado de hielo en la dureza de tu pecho!
Franco Bordino
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