Soportar el vacío
El agua
golpeando las hojas,
el
fruto pendiendo entre espinas,
las
bestias pastando en la lluvia.
Y una
pared, una ventana, una silla.
La
percepción se derrama en estar
—como
un cielo nublado, soñado
adentro
de un cuerpo dormido—
y asoma
su atención, en la quietud
que la
vuelve irreal,
igual a
aquellas ramas de araucaria
que vi
al borde del camino, en el Neuquén,
llegando
hacia la noche a Aluminé:
los
troncos invisibles, perdidos en la niebla;
sólo
sus brazos oscilando en la ceguera
(y yo
pasaba en la luz fantasmal,
por
primera vez supe que pasaba
y que
ya nunca volvería a la tierra)...
La
áspera nada manante, el silencio espectral;
manchas
sonoras de la duración
extinta,
tan extrañas
como
una aureola vinosa en el papel
en
donde escribo,
tan
parecidas a esta espera:
la de
mi soledad mirando el fuego
en la
garganta oscura del hogar
avivar
el estaño, las sombras cambiantes,
los
azulejos blancos con destellos de sangre
en la
cocina de campo.
No
huele el tiempo, su agua que gotea
indiferente,
monótona, afuera.
Extrañeza
punzante
que en
la mente se queda
resonando
como el sonido opaco
de mis
pasos perdidos
(¿o es
el eco incorpóreo
de lo
que dudó de sí mismo
y ya ha
desaparecido?)...
Tal vez
de un lago gélido,
tal vez
desde unas piedras
avienta
y esparce mi largo silencio
la
hojarasca blanca de esta desnudez.
Ricardo H. Herrera
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