Balada del oficinista
Entre ruidos de teclas
o entre vapores de café
hilvano un tenue pensamiento, charlas
que sin rumbo y que sin ley
adensan el abismo de las tardes
—misal de día extinto entre edificios ajados.
El sol se pone
y nadie va a mirar
—alegría ligera,
inmovilidad profunda: dejamos
que se escapara una paloma
por una risotada obscena, fuimos
sordos como el zumbido de las computadoras.
Este es el yugo de los hombres libres,
este es el costo de nuestra opción:
camino fácil, vida
de ocio dulce que nos deleita,
veneno y sinrazón,
entre quehaceres leves y sin significado,
buscamos pero sin esfuerzo... ¿qué?,
si ninguno quiere escalar —Ignórenme,
déjenme acá olvidado, se los ruego,
yo no voy a molestar—;
pero
tampoco nos quedamos quietos —agitación
de peatonales empedradas
de lucro y gasto —¡Ah Bartleby, ah humanidad!...
Si todos los caminos llevan
al confort paralizante
y yo no soy nadie, elijo
entonces el camino
llano, elijo el camino
ajeno a todo honor...
Yo soy tan sólo uno que va al ritmo
clac-clac-clac...
Yo soy tan sólo uno que, sencillo,
muere sin vanidad
en oficinas amigables,
entre el ruido de teclas o de clavos
—¡Ese ruido! ¿De qué es? ¡Ese ruido!—
clac-clac-clac...
—Quiero que me devuelvan mi capote
—¡Como a un perro, ay! ¡Como a un perro!
apaciguadme...
yo soy el que manda en esta ciudad.
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