Hemos preferido conservar en su idioma
original (francés) esta carta,
enviada a Cándido por su servidor Cacambo. Ambos personajes, según refiere
Volteare, estuvieron en Buenos Aires hacia el año 1756.
En Buenos-Ayres, 3 enero, 1761.
Mi señor Cándido:
Hace ya media
hora que fatigo mi pluma sin encontrar la forma de comenzar mi carta. Estoy
confundido por no haberle escrito antes. En verdad, la vida es muy agitada en
Buenos-Ayres; transcurre rápidamente en esta pequeña ciudad donde no hay sin
embargo nada para hacer. Esto le sorprenderá sin dudas. Yo mismo me sorprendí
cuando las circunstancias me lo han demostrado. ¡Por desgracia, no me quedé con
usted en Constantinopla, a cultivar sus legumbres! Allí tiene usted razón, allí
se entiende bien que, de acuerdo con Monsieur Pangloss, el filósofo, usted decía
que todo sucede para mejor en el mejor de los mundos; mientras que aquí...
Desde hace un
año que os he dejado, una tarde desgraciada, para retornar al Río de la Palta,
y desde hace ocho meses que habito Buenos Aires. El relato de mi existencia
puede resumirse así: me he casado; he repudiado a mi mujer; he sido
transformado de su servidor, en pretendiente al trono de los Incas. Veo
alrededor suyo florecer sonrisas escépticas, cuando lea mi carta en voz alta
bajo el cielo claro de Constantinopla. Que aquellos que dudan abran los ojos y
presten las orejas.
Comencemos por
mi mujer. Dos semanas después de mi arribo he conocido a una adorable mestiza
de nombre Lolita: una pequeña mujer, fresca, arrebatadora, Monsieur Cándido, gentil,
con dientes muy blancos y ojos muy negros. Se ganaba la vida con la pastelería,
con tortitas más deliciosas que aquellas de las monjas capuchinas que las damas
de la ciudad se disputaban. Caí enamorado. Luego de haber probado sus tortitas
quise probar sus labios. La cortejé con éxito y me volví su marido.
Saliendo de la
iglesia de Santo Domingo, ni bien terminó la ceremonia, podía considerarme afortunado.
Nada me faltaba, sino su presencia, señor Cándido. Sin embargo, no estaba tan
ciego para no reconocer una pequeña nube en un horizonte tan diáfano: la
familia de Lolita era numerosa. Ella encontraba siempre tíos y primos. Le
aclaro que no hablo exactamente de su familia, sino de su media familia, del
lado indio, porque el lado español lo he ignorado siempre. Estos indios, como
aquellos de la familia de mi madre, por cierto, son del Tucumán y de origen
quichua. Todo el mal vino de allí.
Estalló la
tarde misma de nuestro matrimonio. Cuando nos metíamos en la cama, evidentemente
muy emocionados, y yo terminaba de desvestirme, de súbito Lolita propinó
alaridos. Creo que estoy bien hecho, pero tales señales de admiración me
parecieron excesivas. Sin embargo, era admiración de otro tipo. Señor, mi tono
debe volverse confidencial. Sabrá excusarme. Poseo alrededor del ombligo un
lunar muy negro, tan negro que aunque mi piel sea morena se lo ve claramente. Tiene
la singular forma de un sol con sus rayos. Y está ubicado, perdóneme si
insisto, en torno al ombligo, circunvalándolo. Ese lunar provocaba la crisis de
Lolita. Ella quiso hablarme, pero piense que yo estaba ocupado en otros
asuntos. Terminadas estas ocupaciones, me dormí con un sueño pesado, el último
auténticamente plácido de mi existencia.
El día
siguiente fui despertado por el contacto de una mano sobre mi vientre. No eran
los dedos sutiles de mi pastelera, sino otros, rugosos y duros, me levanté de
un salto. Al lado de nuestra cama, con Lolita ya vestida, se sostenía una vieja
india, su abuela. Ella me tanteaba el vientre. Fui inmediatamente tomado por el
pavor, imaginando que intentaba sobre mí alguna brujería, pero la vieja me tranquilizó
de inmediato. Ella me colma de preguntas sobre mi familia tucumana y termina
por decirme:
–Cacambo, sos el
príncipe, el soberano, el liberador que nuestra raza espera desde que los
castellanos malditos han cazado a nuestros reyes en nuestras capitales de oro.
Llevas en el vientre la señal esperada. Mira ese sol, signo del dios del cual
desciende la santa dinastía de Manco Capac. Advierte que está ubicado alrededor
de tu ombligo y que en nuestro lenguaje ombligo se dice Cozco, Cuzco, que es también
el nombre de nuestra ciudad imperial.
Habiendo
hablado así, las dos cayeron de rodillas y se pusieron a adorarme como si yo
fuera Nuestro Señor. He reído mucho por esto, las he invitado a beber una
botella de vino español de Esquivias, y cada vez que ellas intentaban volver sobre
el tema de mi piel real, desviaba la conversación haciendo el elogio del
ombligo de Lolita.
Varios días pasaron,
y habría olvidado el incidente si no fuese por el respeto solemne con el cual
mi espesa miraba mi vientre todas las noches, lo que me irritaba un poco, encontrando
este homenaje fuera de lugar. Una tarde ella estaba ocupada en azucarar las
tortitas en el patio, yo en fumar y rascarme en nuestro cuarto. De repente, la
puerta se abre y Lolita entra con cuatro indios. Aquel que parecía el jefe me
ordena desvestirme. Me habría opuesto, adivinando lo que buscaban, pero Lolita
insistió, y luego reconocí que los ojos matamoros de los quichuas me daban un
poco de temor. Obedecí entonces y, como la vez anterior, mis visitantes se
pusieron de rodillas. El jefe quizo besar mi sol, pero encontré la cortesía
demasiado exagerada. Él avanzó, yo reculé, los otros tucumanos me rodearon,
tomé una silla, Lolita se desmayó, empuñé la silla como un garrote, y un
estruendo espantoso ocurrió. Nuestra casa se encuentra cerca del Cabildo; en
dos minutos el Señor Alguacil Mayor estaba allí con su guardia. Nos llevaron a
todos, y me libré con diez golpes de bastón.
Regresé a lo
de Lolita que no dejaba de llorar. Luego de algunos remilgos, la calma renació
y con ella nuestro idilio. Sin embargo, mi mujer trabajaba a mis espaldas en
extraños planes. Su abuela encendía en ella ambiciones fabulosas. Soñaba
posiblemente con ser emperatriz del Perú, con su Cacambo por Inca. Entonces, fingiendo
despreocupación, esperaba su hora. Un mes transcurrió así. Yo fumaba, ella
preparaba sus pastas cocidas al horno, nos mimábamos. Una noche, ella introdujo
de nuevo visitantes. No eran ya personas de color, sino blancos, y
suntuosamente vestidos: dos caballeros. Uno de ellos llevaba una venda negra
sobre el ojo izquierdo. Cuando hablaron, comprendí que eran italianos y deduje
inmediatamente su condición de conspiradores. ¡Por desgracia, Monsieur Cándido, no me que
equivocaba! En ese momento añoré con toda mi alma de haber estado en
Constantinopla para cuidar su jardín. El hombre de la venda me descarga un
fuerte discurso bien construido, del cual cada parte terminaba con esta frase:
«¿Quiere o no quiere ser el emperador del Ríos de la Plata? Eso no depende de
su voluntad.» Me confiaron que disponían de mucho dinero y de amistades en la
corte portuguesa.
Estábamos en
medio del coloquio, en el cual mi intervención se manifestaba por medio de
gruñidos, cuando Lolita, que no había abandonado el patio, apareció con ojos de
loca. Fue seguida por el Señor Alguacil Mayor y sus desolladores. Evidentemente
alguien, algún postulante de otra dinastía, los había prevenido. Mis italianos
intercambiaron una sonrisa amarga. Esta vez se me interrogó largamente en la
cárcel del Cabildo. Protesté tan vivamente que el Alguacil fue convencido de mi
inocencia y recuperé la libertad con veinte golpes de bastón sobre la espalda.
En
consecuencia, me volví desconfiado y llevaba día y noche, sobre la piel, una
venda tejida de lana, una faja, alrededor de mi peligrosa cintura. El tiempo
transcurrido no apagaba mis dudas. En la casa, Lolita quedaba junto del horno. Sin
embargo, una dulce mañana soleada, cuando atravesaba la Gran Plaza, no lejos de
la Catedral, me aproximé sin pensarlo al mercado que los indios instalan bajo
las ruedas de las carretas gigantescas. Y he aquí que uno de los monstruos que
habían venido a mi casa en embajada cuando quisieron besarme el ombligo, me
reconoció. Me señaló ante sus compañeros con gritos de alegría. La nueva corte
por el mercado, entre los vendedores de pociones y de cueros, y todo este mundo
de rodillas, con la frente en el barro. Yo estaba desesperado y simulaba
distracción. Mi angustia aumentó cuando vi avanzar hacia el centro de la plaza,
con su escolta, al Señor Alguacil Mayor de Buenos-Ayres. Me hizo aplicar veinte
golpes, allí, delante los mis admiradores estupefactos, sin que valga siquiera
la pena conducirme al Cabildo.
Adivinara, mi
señor, en qué estado de espíritu he vuelto hacia usted. En el patio Lolita me
esperaba. Me hizo una reverencia profunda. A su lado estaba una enorme mujer,
una india, probablemente de la tribu de los Patagones, envuelta en una inmensa
manta roja. Desde que me vio, esta gran demonia se puso a sermonearme en su
lengua bárbara, señalando alternativamente el cielo y mi vientre fatídico. No
comprendí. No comprendía nada y por otra parte me reía de lo que ella podía
decirme. Me puse furioso, lo que multiplicó mis fuerzas, y las eché en el acto
a ella y a mi mujer, a patadas en el trasero. Fue así, Monsieur Cándido, cómo
he perdido para siempre mi mujer, mi paciencia y mi trono. ¿Qué pensará Monsieur
de Voltaire? A veces, durante las noches demasiado calurosas, me revuelvo sobre
mi cama desierta, soñando en la paz maravillosa de nuestro pequeño jardín de
Constantinopla. Retornaré allí en cuanto haya reunido bastante dinero para
pagar mi viaje. Mientras tanto, hago tortitas y guardo los pesos.
Su muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor Cacambo.
Traducción: Juan Dardón Castro
Traducción: Juan Dardón Castro
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LE ROYAL CACAMBO (1761)
Hemos
preferido conservar en su idioma original esta carta, enviada a Candide por su
servidor Cacambo. Ambos personajes, según refiere Volteare, estuvieron en
Buenos Aires hacia el año 1756.
À Buenos-Ayres, le 3 Janvier 1761.
Mon maître
Candide:
Voici une
bonne demi-heure que je fatigue ma plume sans trouver la façon de commencer ma
lettre. Je suis confus de ne vous avoir pas écrit plus tôt. En vérité la vie
est très agitée à BuenosAyres; elle s'écoule rapidement dans cette petite ville
où il n'y a pourtant rien à faire. Ça vous surprendra sans doute. J'ai été
étonné moi même quand les circonstances me l'ont appris. Hélas! que ne suis-je
resté à Constantinople avec vous, à cultiver vos légumes! Là vous avez raison,
là on s'explique très bien que, d'accord avec Monsieur le philosophe Pangloss,
vous disiez que tout est pour le mieux dans le meilleur des mondes; tandis
qu'ici...
Depuis un an
que je vous ai quitté, un soir de malheur, pour retourner au Rio de la Plata,
et depuis huit mois que j'habite Buenos-Ayres, le récit de mon existence peut
se résumer ainsi: je me suis uni en mariage; j'ai répudie ma femme; j'ai été
transformé de votre valet fidèle en prétendant au trône des Incas. Je vois
autour de vous fleurir les sourires sceptiques, quand vous lirez ma lettre à
haute voix sous le ciel clair de Constantinople. Que ceux qui doutent ouvrent les yeux et
prêtent l'oreille.
Commençons par ma femme. Deux
semaines après mon arrivée, j'ai connu une adorable métisse du nom de Lolita:
une petite femme fraîche, ravissante, Monsieur Candide, gentille, avec des
dents très blanches et des yeus très noirs. Elle gagnait sa vie à faire
de la pâtisserie, des tortitas plus délicieuses que celles des nonnes
capucines, et que les dames de la ville se disputaient. J'en tombais amoureux.
Après avoir goûté ses tortitas je voulus goûter à ses lèvres. Je lui fis ma cour avec succès et devins son
mari.
En sortant de
l'église de Santo Domingo, sitôt après la cérémonie, je pouvais me considérer
heureux. Rien ne me manquait sinon votre présence, maître Candide. Toutefois,
je n'étais pas assez aveugle pour ne pas reconnaître un petit nuage dans un
horizon aussi diaphane: la famille de Lolita était nombreuse. Elle trouvait
partout des oncles et des cousins. Je vous signale que je ne parle pas
exactement de sa famille, mais de sa demi-famille, du côté indien, car le côté
espagnol l'a toujours ignorée. Ces Indiens, comme ceux de la famille de ma mère
d'ailleurs, sont du Tucuman et d'origine quichua. Tout le mal vint de là.
Il éclata le
soir même de notre mariage. Comme nous nous mettions au lit, évidemment très
émus, et que je finissais de me déshabiller, voilà que Lolita pousse de grands
cris. Je crois que je suis
bien fait mais telles marques d'admiration m'ont semblé excessives. Or
l'admiration était d'une tout autre sorte. Maître, mon ton doit devenir
confidentiel. Vous saurez l'excuser. Je possède autour du nombril un
grain de beauté très noir, si noir que bien que ma peau soit assez brune on le
voit distinctement. Il a la singulière forme d'un soleil rond avec des rayons.
Et il est placé, pardonnezmoi si j'insiste, autour du nombril, le contournant.
C'est ce grain de beauté que provoquait les cris de Lolita. Elle voulut m'en
parler, mais vous pensez que j'étais occupé d'autres choses. Ces occupations
finies, je m'endormis d'un sommeil lourd, le dernier authentiquement placide de
mon existence.
Le lendemain
je fus éveillé par le contact d'une main sur mon ventre. Ce n'étaient pas les
doigts subtils de ma pâtissière, mais d'autres, rugueux et durs. Je me levai
d'un bond. A côte de notre lit, avec Lolita tout habillée, se tenait una vielle
indienne, sa grand-mère. Elle me tâtait le ventre. Je fus immédiatement saisi
de frayeur, imaginant qu'elle essayait sur moi quelque sorcellerie, mais la
vieille me rassura bientôt. Elle me posa des questions sur ma famille tucumane
et finit par me dire:
–Cacambo, tu
es le prince, le souverain, le libérateur, que notre race attend depuis que les
castillans maudits ont chassé nos rois de leurs capitales d'or. Tu portes sur
ton ventre la marque espérée. Vois ce soleil, signe du dieu dont descend la
sacrée dynastie de Manco Capac. Remarque qu'il est placé autour de ton nombril
et qu'en notre langue nombril se dit Cozco, Cuzco, qui est aussi le nom de
notre ville impériale.
Ayant ainsi
parlé, toutes deux tombèrent à genoux et se mirent à m'adorer comme si j'étais
Nôtre-Seigneur. J'en ai fort ri, les ai invitées à boire une bouteille de vin
espagnol d'Esquivias et, chaque fois qu'elles essayaient de revenir sur le
sujet de ma peau royale, je détournais la conversation en faisant l'éloge du
nombril de Lolita.
Plusieurs jours se passèrent, et
j'aurais oublié l'incident ne fut-ce le respect solennel avec lequel ma femme
regardait mon ventre tous les soirs, ce qui m'agaçait un peu, trouvant cet
hommage déplacé. Une après-midi, elle était occupée à sucrer des tortitas dans
le patio, moi à fumer et à me gratter dans notre chambre. Soudain la
porte s'ouvre et Lolita entre avec quatre Indiens. Celui que semblait leur chef
me demanda de me déshabiller. Je m'y serais opposé, devinant ce qu'il
cherchait, mais Lolita insista, et puis j'avoue que les yeux de matamores des
quichuas me faisaient un peu peur. J'obéis donc et, comme la fois antérieure,
mes visiteurs se mirent à genoux. Le chef voulut baiser mon soleil, mais je
trouvai la courtoisie trop poussée. Il s'avança, je reculai, les autres
Tucumans m'entourèrent, je pris une chaise, Lolita s'évanouit, j'empoignai la
chaise comme une massue, et un affreux vacarme en résulta. Notre maison se
trouve près du Cabildo; en deux minutes Monseigneur l'Alguacil Mayor était là
avec sa garde. On nous emmena
tous, et j'en fus quitte avec dix coups de bâton.
Je rentrai chez nous avec Lolita qui
ne cessait de pleurer. Après quelques minauderies, le calme renaquit et avec
lui notre idylle. Cependant, ma femme travaillait à mon insu à des plans
étranges. Sa grand-mère allumait en elle des ambitions fabuleuses. Elle rêvait
probablement d'être impératrice du Pérou, avec son Cacambo pour Inca. Donc,
tout en feignant l'insouciance, elle attendait son heure. Un mois s'écoula
ainsi. Je fumais, elle préparait ses pâtes cuites au four, nous nous cajolions.
Un soir, elle introduisit de nouveau des visiteurs. Ce n'était plus des gens de
couleur, mais des blancs, des blancs magnifiquement blancs, et somptueusement
vêtus: deux caballeros. L'un d'eux portait un bandeau noir sur l'oeil gauche.
Quand ils parlèrent, je compris qu'ils étaient Italiens et déduisis
immédiatement leur condition de conspirateurs. Hélas, Monsieur Candide, je ne
me trompais point! A ce moment-là j'ai regretté de toute mon âme de n'être pas
resté à Constantinople à soigner votre jardin.
L'homme au bandeau me débita un discours fort bien construit, dont
chaque partie finissait par cette phrase: «Voulez-vous ou ne voulez-vous pas
être l'empereur du Rio de la Plata? Ça ne dépend que de votre volonté.» Ils me
confièrent qu'ils disposaient de beaucoup d'argent et qu'ils avaient des
amitiés à la Cour portugaise.
Nous en étions
là de ce colloque, dans lequel mon intervention se manifestait par des
grognements, lorsque Lolita, qui n'avait pas abandonné le patio, apparut avec
des yeux de folle. Elle était suivie par Monseigneur l'Alguacil Mayor et ses
écorcheurs. Evidemment quelqu'un, quelque postulant d'une autre dynastie, les
avait prévenus. Mes Italiens échangèrent un sourire amer. Cette fois on
m'interrogea longuement à la cárcel du Cabildo. Je protestai si vivement que
l'Alguacil fut convaincu de mon innocence et me rendit la liberté avec vingt
coups de bâton sur le dos.
Dès lors je
devins méfiant et portai jour et nuit, sur la peau, une bande de tissu de
laine, una faja, autour de ma dangereuse ceinture. Le temps, en passant,
n'éteignit pas mes craintes. A la maison, Lolita restait auprès du four. Or, un
doux matin ensoleillé, comme je traversais la Grand' Place, non loin de la
Cathédrale, je m'approchai, sans y penser, du marché que les Indiens installent
sous les roues des carretas gigantesques. Et voilà qu'un des monstres qui
étaient venus chez moi en ambassade quand on voulut embrasser mon nombril, me
reconnaît. Il me signale à ses compagnons avec des cris de joie. La nouvelle
court par le marché, entre les vendeurs de poissons et de cuirs, et tout ce
monde tombe à genoux, le front dans la boue. J'étais au désespoir et simulais
la distraction. Mon angoisse s'accrut lorsque je vis s'avancer au centre de la
place, avec son escorte. Monseigneur l'Alguacil Mayor de Buenos-Ayres. Il me
fit appliquer vingt coups, là, devant mes sujets stupéfaits, sans même se
donner la peine de me conduire au Cabildo.
Vous
devinerez, maître, dans quel état d'esprit je suis revenu chez moi. Au patio,
Lolita m'attendait. Elle me fit une révérence profonde. A son côté se tenait
une énorme femme, une Indienne, probablement de la tribu des Patagons,
enveloppée dans une immense couverture rouge. Dès qu'elle m'aperçut, cette
grande diablesse se mit à me haranguer en sa langue barbare, en signalant
alternativement le ciel et mon ventre fatidique. Je n'y comprenais rien et
d'ailleurs je me moquais de ce qu'elle pouvait me dire. Je devins furieux, ce
qui multiplia mes forces, et je les chassai sur-le-champ, elle et ma femme, à
grands coups de pied dans le derrière.
Voilà Monsieur Candide, comment j'ai
perdu à jammais ma femme, ma patience et mon trône. Qu'en pensera
Monsieur de Voltaire? Parfois, pendant les nuits trop chaudes, je me roule sur
ma couche déserte, rêvant à la paix merveilleuse de notre petit jardin de
Constantinople. J'y
retournerai dès que j'aurai réuni assez d'argent pour payer mon voyage. Entre
temps, je fais des tortitas et garde mes sous.
Votre très humble, très obéissant et
très fidèle serviteur CACAMBO.
Gracias!!!!!
ResponderEliminarMuchas gracias!!
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