Cuando una aguja punza un hematoma brota sangre pútrida, perversa y espesa combinación del rojo y el negro. Ese era el color del traje del matón del Cardenal Vonger, que esa noche estaba de operativo.
Manejaba
su auto con un pesar irrompible. La llovizna convertía el asfalto en un espejo
donde se deformaban las luces de los coches y del alumbrado público. La radio
sonaba bajita. El malevo llevaba una camisa blanca con líneas verticales rojas
y un pañuelo agorrionado en el cuello. Tenía entradas marcadas pero no se iba a
quedar pelado. El saco colgaba en el asiento del acompañante. El barrio por
donde conducía tomó un aspecto agradable a pesar de la oscuridad. De las
casetas recibía una venia cada tanto por parte de lánguidos serenos y guardias
de seguridad. Los jardines todos igual de grandes y cuidados alejaban las
entradas de los grandes chalets del fondo.
Estacionó
frente a una mansión cualquiera. Una vez en la vereda fue a la puerta del
acompañante, agarró el saco y palpándose los bolsillos se lo puso. Atravesó el
pórtico que no era más que un semicírculo de ladrillos a la vista, un portón
con dos hojas de hierro trabajado y dos pinos que ocultaban dos falsas columnas
dóricas hechas con moldura.
- Buenas
noches, mi nombre es Julio Chávez, soy el secretario del Cardenal. Vengo a
presentarle el pésame al señor Guarrechea –este hombre está enfermo, o tiene
pánico o náuseas, no puede ser Chávez. La anciana lo inspeccionó con una mirada
endemoniada. Le señaló la escalera informándole que estaba en el estudio.
Cuando Chávez salía del vestíbulo
comentó a sus espaldas:
- Los estaba esperando. Limpió
el revolver ni bien volvió de la morgue.
Chávez se volvió con
el rostro cuadrado bajo un desinterés marcial. Se pasó el índice y el pulgar
por la arcada de su candado, bajándose el barbijo negro y abriendo un poco la
boca. La vieja le miró la barba negra y pelirroja por primera vez. Notó las
canas firmes que lucía Chávez. Éste no le respondió y siguió su camino.
Antes de la escalera,
a la izquierda, lo distrajo el cuadro completo del velatorio. Un peso en la
nuca hizo tronarle el cuello y se plantó a presenciar la escena. La muerta
descansaba en cajón. Menos de un metro de largo. Sólo destacaban entre los
tules nebulosos su cara y sus dedos entrelazados con un rosario de nácar y
marfil. Ocupaba la mesa central del comedor. El piso alfombrado mitigaba los
pasos de la concurrencia. Gran parte de la familia estaba allí. Todos miraban
al suelo. Del suelo al cajón. Del cajón
al café en sus manos. Del café al ventanal que mostraba el jardín en penumbras.
Del jardín al reloj que marcaba las cuatro desde hacía dos horas. Del reloj al
suelo alfombrado de verde como una mesa de naipes. Alternaban esa secuencia
hasta el sinsentido.
Varios hombres
lloraban con ese llanto añejo que es un expresión y no una efusión. Los tíos.
Las sirvientas vestidas de civil servían café o té en mesitas puestas contra
las paredes. La luz era abundante. Surgía de una araña, de cuatro o cinco
lámparas de pared y de unos veladores puestos sobre el amueblado. Molestaba
para llorar, para timbear, para dormir, para juzgar, para complotar. No era un
buen velorio.
El malevo quiso café pero su instinto lo condujo
a Guarrechea. La vieja que lo recibió no dejó de mirarlo. Era apenás más alto
que un hombre normal. No era su estatura lo que lo hacía amenazante y alto,
sino una especie de contorno o aura que lo enmarcaba. Quizá era su traje.
Robusto y con una voz ahuecada. Mientras trepaba los escalones se desabrochó un
botón de la camisa a la altura del ombligo, metió la mano y ajustó la cincha y
se acomodó el abrojo del chaleco blindado. Abrochó el botón ni bien alcanzó la
planta alta. Decidió cuál era la puerta y entró.
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