El Peugeot 505 de Chávez brillaba como un zapato de cuero nuevo. Con una navaja el malevo cortó el precinto de Guarrechea, lo puso de frente y le ajustó un nuevo precinto más apretado para fenar la hemorragia. Del otro bolsillo exterior de su saco extrajo una bolsa plástica de supermercado y le envolvió las manos sangrantes.
- Si no me jodés hago
que te vea un médico antes de llegar. No manchés el tapizado, ¿quedó claro?
Guarrechea lo miró
torciendo un poco la cabeza de lado. El malevo se dio cuenta tarde:
- Me acabo de intentar
matarme, mi hija está muerta en el comedor, me importa una mierda tu tapizado,
retardado.
- Tenés razón. Intentá
no manchar por favor.
Lo sentó en el asiento
del acompañante, bajó la tapa de la guantera y le ordenó que metiera las manos
ahí. El aire de la madrugada olía a ceniza de cardo y hueso. Eran Los días
del Humo. Se estancó sobre la ciudad y el conurbano una humareda de
diferentes consistencias, colores y pestes. Alguna región de la patria fue
purificada por el fuego y la voluntad metafísica de los vientos cubrió Buenos
Aires de malecones de hollín.
Don Julio Chávez se
sentó al volante y encendió los faros antiniebla. Lo inquietó alguno de sus
instintos y viró la cabeza a la izquierda: un hombre de sobretodo gris lo
miraba y fumaba con pipa en la vereda de enfrente. Creyó reconocerlo, pero
estaba a una distancia y bajo una luz en que sus rasgos eran vagos. Una voluta
grande como un carruaje y el extraño desaparece ante los ojos del malevo. “Humo
de mierda”.
El auto arrancó y
siguió pensando con el rostro inmutable en quien los vigilaba. Los despabiló el
llanto de Guarrechea, pero no se desvió del parabrisas, del humo
latinoamericano que escondía motociclistas y semáforos.
- No entiendo qué
carajo tenía que ver Cármen, na'nenita... no se puede...
- Para mí que alguien
debe haber entendido que si estafabas con leche y comida podrida a los
comedores infantiles muchos nenes y nenas como tu hija la iban a pasar muy mal,
y bueno... cuando se enteró del fraude ese alguien te quiso hacer entender cómo
eran las cosas - mientras más se alejaba del cuerpo frío de esa nena, más
fuerte se sentía, menos afiebrado-. Vos la mataste, espero que lo entiendas,
hombre.
Guarrechea se revolvió
en el asiento y su custodio tuvo miedo de tener que matarlo.
- ¿Yo?, hijo de puta,
¿yo? - su sonrisa mostró una hilera de dientes parejos y amarillos como dados -
¿Yo le abrí la garganta en el vestuario del club? ¿Yo la dejé que se desangrara
viva en la pileta? - ese hombre lloraba con todo lo que había en él vivo.
- Yo soy el secretario
de Vonger, la orden por mí no pasó.
- Vonger es un sádico
y vos sos su puta, su mulo. Te encargas de que el viejo tenga todo lo que
quiere cuando se le ocurra. ¿Me lo vas a
negar? Sos un asesino.
- Mercenario, sicario,
asesino... son palabras fuertes: me predisponen de mala manera. No éramos tan
malos cuando estafaste los comedores, sino no lo hubieras hecho, Guarre.
- ¿Por qué no me dejás
de romper las pelotas, Chávez? Acabás de tirotear a mi familia, sínico de
mierda. Si sos un hijo de puta tené las bolas para venir de frente – Chávez
esbozó una sonrisa horrible, lo miró con
dureza y socarronería. La bolsa dentro de la guantera estaba completamente roja, perdió sangre suficiente para desmayarse, pensó. Tenía el rostro pálido, era calvo y de facciones equinas. El coche se detuvo frente a una avenida y el malevo tomó su celular: Estoy llegando con el Consejal, en media hora allá... Sí... no sé. Quiero que Martínez esté con la ambulancia en el estacionamiento. ¡No preguntés y traelo!¡Ya!
dureza y socarronería. La bolsa dentro de la guantera estaba completamente roja, perdió sangre suficiente para desmayarse, pensó. Tenía el rostro pálido, era calvo y de facciones equinas. El coche se detuvo frente a una avenida y el malevo tomó su celular: Estoy llegando con el Consejal, en media hora allá... Sí... no sé. Quiero que Martínez esté con la ambulancia en el estacionamiento. ¡No preguntés y traelo!¡Ya!
Colgó y se dirigió a
su acompañante:
- Te llamás Víctor,
¿verdad? – sus ojos bordeaban la
inconciencia –. Escuchá, Víctor, no te duermas. ¿Qué sabemos vos y yo si en
tiempos tan jodidos y violentos como estos no son necesarios hombres con más
dureza, frialdad, pulso para proteger al pueblo cristiano? Víctor, alguien con
las bolas de cargarse un mafioso, un puntero del PJ, un tranza, un cura
pedófilo, un violador suelto como un chupacabras. Hay que defender a los
corchazos a los desprotegidos porque ya no se puede confiar en que la
protección venga de otro lado. Parar una pua y aplicar un cabezazo que quiebre tabiques
sin culpa, sin miedo, sólo un sentimiento de justicia que lo rodea todo, y que
nos llena de ira ante tanto desamparo. Es una cuestión de carismas. Mi carisma
es el del guerrero, el de otros es rezar o enseñar o escribir o misionar, yo
mato, Víctor, así le sirvo a Dios.
Antes de caerse
desmayado sobre el tablero, Guarreche respondió:
- Eso y decirme que
mataste a mi hija es lo mismo. Dejá de esconderte atrás del puto de Vonger –
escupió en el tapizado y se desmayó.
Chávez puteó y se miró
en el espejo retrovisor. Se vio los ojos turcos que no eran ya razgados, sino
hartos de cansancio, los párpados que caían sobre las pestañas como bolsas y
los derrames que crecían por la falta de sueño y por el humo. Prendió la radio
y oyó una canción de Clapton, Seet home Chicago, aceleró y volanteó un
poco. El Obispado del Oeste estaba rodeado de barrios humildes, pero no por
villas: el Cardenal Vonger se había ocupado de urbanizar las villas con hombres
de la Iglesia
y el Estado, ambos respondían a su mando.
Los días del Humo tardaron demasiado en irse. Distorcionaban la lucidez. Una sensación de
irrealidad lo inundaba todo. La razón principal de la perennidad fue que la
gente aprovechaba para prender fuego sus propios excrementos en los patios,
juntaba los residuos más habituales y los viejos deshechos más íntimos y
tóxicos y armaban grandes fogatas tras los medianeras. El humo se unía al humo
y parecía no acabarse jamás. La colaboración secreta de cada hombre y mujer a
la humareda los hermanaba en la culpa y la complicidad. Se perdonaban y se
seguían incendiando aguardando que Dios se llevara Los días para dejar
de envenenarse.
Corrió el dial y
apareció una melodía extraordinaria. Era una piano, una guitarra y una armónica
(que sonaba como tres armónicas, como un bandoneón, como una gaita): la
armónica terrible de Hugo Diaz. Chávez quedó prendido de la música, se puso a
cantarla con su timbre cascado, con dolor, como si fuera la primera vez que
cantaba en su vida:
Silencio
en la noche.
Ya
todo está en calma.
El
músculo duerme.
La
ambición descansa.
Meciendo
una cuna,
una
madre canta
un
canto querido
que
llega hasta el alma,
porque
en esa cuna,
está
su esperanza.
Eran
cinco hermanos.
Ella
era una santa.
Eran
cinco besos
que
cada mañana
rozaban
muy tiernos
las
hebras de plata
de
esa viejecita
de
canas muy blancas.
Eran
cinco hijos
que
al taller marchaban.
Hace como un año que las cosas se habían vuelto falsas. Ya no era el
hombre armado más temido de la
Siete Villas (o los Siete Nodos), el custodio de los tesoros
de la caridad, el blanqueo o la incautación eclesiástica. No porque incumpliera
esas funciones, ya que las seguía realizando con excelencia, sino porque ya no
sentía el vacío de los primero tiempos, la sed imposible que el Cardenal
entretuvo con tareas pías, que educó y condecoró. Las ganas de retirarse lo
entusiasmaban, aunque la gratitud era un freno.
Sin embargo estaba viejo, su agilidad y su frialdad se desgastaban día
a día. Y Vonger cometió dos errores. El primero hace un año y medio. El segundo
ayer, al ordenarle traer al Consejal para interrogarlo y obtener los nombres de
los cómplices.
Silencio
en la noche.
Ya
todo está en calma.
El
músculo duerme,
la
ambición trabaja.
Un
clarín se oye.
Peligra
la Patria.
Y
al grito de guerra
los
hombres se matan
cubriendo
de sangre
los
campos de Francia.
Hoy
todo ha pasado.
Renacen
las plantas.
Un
himno a la vida
los
arados cantan.
Y
la viejecita
de
canas muy blancas
se
quedó muy sola,
con
cinco medallas
que
por cinco héroes
la
premió la Patria.
Volvió a pensar en las explosiones y el frío. Él no las recordaba en
abril, sino el 22 de mayo, el día en que una ráfaga de metralla lo puso en coma
seis meses. Pero las imágenes y el
sumbido venían igual hoy, un 2 de abril. Y el sol se abría espacio entre el
humo continental: ya era ilógico pensar que no estuviera toda América cubierta
de ese humo tan de Lima La
Horrible , tan de la
Habana , tan de São Paulo. Llevaba casi dos décadas sin pensar
de verdad. Ese frío heroico y el FAL bajando ingleses, pocos, y el temor de otro
hombre antes de morir desangrado y mutilado, el de un cordobés que le cuidaba
la espalda del fuego enemigo y de los superiores. Y las ganas de cagarse de un tiro cuando se
despertó en una cama de Campo de Mayo y le contaron el final de la película.
Rompió a llorar sin poder moverse. Ahora, con más muertes encima,
volvió a llorar con sólo recordar la bronca de no poder seguir matando
ingleses. Con la manga del sacos se enjugó las lágrimas y no dejó de cantar. El
auto se acercó al Obispado.
Silencio
en la noche.
Ya
todo está en calma.
El
músculo duerme,
la
ambición descansa...
Un
coro lejano
de
madres que cantan
mecen
en sus cunas,
nuevas
esperanzas.
Silencio
en la noche.
Silencio
en las almas...
Faltaban dos cuadras para llegar, la noche lo quemó. El cadáver de la
nena, el tipo desangrándose en su guantera, los tíos heroicos tiroteados, el
dolor de los ojos con derrames, el tango de mierda ese, el humo que lo cubría
todo y la puta sensación de no poder distinguir estar despierto de estar
dormido. ¡Me tengo que ir a la mierda! ¡Esta fue la última! Diecinueve años
cargándome tipos y rescatando curas de quilombos, me voy, y se van todos al
carajo, ¿escuchaste Guarrechea? Vos, Vonger y los cuatro Obispados me dejan de
joder, ¡me voy a la mierda!
Sintió los ojos lubricados aún, sabía que nadie le diría nada por ser
alérgico y tan sensible a Los días. Me quiero ir con Luciana, y estiró
los labios en una breve sonrisa de satisfacción.
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