Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

viernes, 26 de julio de 2013

Juan M. Dardón: Cuna (III)



El Peugeot 505 de Chávez brillaba como un zapato de cuero nuevo. Con una navaja el malevo cortó el precinto de Guarrechea, lo puso de frente y le ajustó un nuevo precinto más apretado para fenar la hemorragia. Del otro bolsillo exterior de su saco extrajo una bolsa plástica de supermercado y le envolvió las manos sangrantes.
- Si no me jodés hago que te vea un médico antes de llegar. No manchés el tapizado, ¿quedó claro?
Guarrechea lo miró torciendo un poco la cabeza de lado. El malevo se dio cuenta tarde:
- Me acabo de intentar matarme, mi hija está muerta en el comedor, me importa una mierda tu tapizado, retardado.
- Tenés razón. Intentá no manchar por favor.
Lo sentó en el asiento del acompañante, bajó la tapa de la guantera y le ordenó que metiera las manos ahí. El aire de la madrugada olía a ceniza de cardo y hueso. Eran Los días del Humo. Se estancó sobre la ciudad y el conurbano una humareda de diferentes consistencias, colores y pestes. Alguna región de la patria fue purificada por el fuego y la voluntad metafísica de los vientos cubrió Buenos Aires de malecones de hollín.
Don Julio Chávez se sentó al volante y encendió los faros antiniebla. Lo inquietó alguno de sus instintos y viró la cabeza a la izquierda: un hombre de sobretodo gris lo miraba y fumaba con pipa en la vereda de enfrente. Creyó reconocerlo, pero estaba a una distancia y bajo una luz en que sus rasgos eran vagos. Una voluta grande como un carruaje y el extraño desaparece ante los ojos del malevo. “Humo de mierda”.
El auto arrancó y siguió pensando con el rostro inmutable en quien los vigilaba. Los despabiló el llanto de Guarrechea, pero no se desvió del parabrisas, del humo latinoamericano que escondía motociclistas y semáforos.
- No entiendo qué carajo tenía que ver Cármen, na'nenita... no se puede...
- Para mí que alguien debe haber entendido que si estafabas con leche y comida podrida a los comedores infantiles muchos nenes y nenas como tu hija la iban a pasar muy mal, y bueno... cuando se enteró del fraude ese alguien te quiso hacer entender cómo eran las cosas - mientras más se alejaba del cuerpo frío de esa nena, más fuerte se sentía, menos afiebrado-. Vos la mataste, espero que lo entiendas, hombre.
Guarrechea se revolvió en el asiento y su custodio tuvo miedo de tener que matarlo.
- ¿Yo?, hijo de puta, ¿yo? - su sonrisa mostró una hilera de dientes parejos y amarillos como dados - ¿Yo le abrí la garganta en el vestuario del club? ¿Yo la dejé que se desangrara viva en la pileta? - ese hombre lloraba con todo lo que había en él vivo.
- Yo soy el secretario de Vonger, la orden por mí no pasó.
- Vonger es un sádico y vos sos su puta, su mulo. Te encargas de que el viejo tenga todo lo que quiere cuando se le ocurra. ¿Me lo vas  a negar? Sos un asesino.
- Mercenario, sicario, asesino... son palabras fuertes: me predisponen de mala manera. No éramos tan malos cuando estafaste los comedores, sino no lo hubieras hecho, Guarre.
- ¿Por qué no me dejás de romper las pelotas, Chávez? Acabás de tirotear a mi familia, sínico de mierda. Si sos un hijo de puta tené las bolas para venir de frente – Chávez esbozó una sonrisa horrible, lo miró con
dureza y socarronería. La bolsa dentro de la guantera estaba completamente roja, perdió sangre suficiente para desmayarse, pensó. Tenía el rostro pálido, era calvo y de facciones equinas. El coche se detuvo frente a una avenida y el malevo tomó su celular: Estoy llegando con el Consejal, en media hora allá... Sí... no sé. Quiero que Martínez esté con la ambulancia en el estacionamiento. ¡No preguntés y traelo!¡Ya!
Colgó y se dirigió a su acompañante:
- Te llamás Víctor, ¿verdad? –  sus ojos bordeaban la inconciencia –. Escuchá, Víctor, no te duermas. ¿Qué sabemos vos y yo si en tiempos tan jodidos y violentos como estos no son necesarios hombres con más dureza, frialdad, pulso para proteger al pueblo cristiano? Víctor, alguien con las bolas de cargarse un mafioso, un puntero del PJ, un tranza, un cura pedófilo, un violador suelto como un chupacabras. Hay que defender a los corchazos a los desprotegidos porque ya no se puede confiar en que la protección venga de otro lado. Parar una pua y aplicar un cabezazo que quiebre tabiques sin culpa, sin miedo, sólo un sentimiento de justicia que lo rodea todo, y que nos llena de ira ante tanto desamparo. Es una cuestión de carismas. Mi carisma es el del guerrero, el de otros es rezar o enseñar o escribir o misionar, yo mato, Víctor, así le sirvo a Dios.
Antes de caerse desmayado sobre el tablero, Guarreche respondió:
- Eso y decirme que mataste a mi hija es lo mismo. Dejá de esconderte atrás del puto de Vonger – escupió en el tapizado y se desmayó.
Chávez puteó y se miró en el espejo retrovisor. Se vio los ojos turcos que no eran ya razgados, sino hartos de cansancio, los párpados que caían sobre las pestañas como bolsas y los derrames que crecían por la falta de sueño y por el humo. Prendió la radio y oyó una canción de Clapton, Seet home Chicago, aceleró y volanteó un poco. El Obispado del Oeste estaba rodeado de barrios humildes, pero no por villas: el Cardenal Vonger se había ocupado de urbanizar las villas con hombres de la Iglesia y el Estado, ambos respondían a su mando.
Los días del Humo tardaron demasiado en irse.  Distorcionaban la lucidez. Una sensación de irrealidad lo inundaba todo. La razón principal de la perennidad fue que la gente aprovechaba para prender fuego sus propios excrementos en los patios, juntaba los residuos más habituales y los viejos deshechos más íntimos y tóxicos y armaban grandes fogatas tras los medianeras. El humo se unía al humo y parecía no acabarse jamás. La colaboración secreta de cada hombre y mujer a la humareda los hermanaba en la culpa y la complicidad. Se perdonaban y se seguían incendiando aguardando que Dios se llevara Los días para dejar de envenenarse.
Corrió el dial y apareció una melodía extraordinaria. Era una piano, una guitarra y una armónica (que sonaba como tres armónicas, como un bandoneón, como una gaita): la armónica terrible de Hugo Diaz. Chávez quedó prendido de la música, se puso a cantarla con su timbre cascado, con dolor, como si fuera la primera vez que cantaba en su vida:  
Silencio en la noche.
Ya todo está en calma.
El músculo duerme.
La ambición descansa.

Meciendo una cuna,
una madre canta
un canto querido
que llega hasta el alma,
porque en esa cuna,
está su esperanza.

Eran cinco hermanos.
Ella era una santa.
Eran cinco besos
que cada mañana
rozaban muy tiernos
las hebras de plata
de esa viejecita
de canas muy blancas.
Eran cinco hijos
que al taller marchaban.

Hace como un año que las cosas se habían vuelto falsas. Ya no era el hombre armado más temido de la Siete Villas (o los Siete Nodos), el custodio de los tesoros de la caridad, el blanqueo o la incautación eclesiástica. No porque incumpliera esas funciones, ya que las seguía realizando con excelencia, sino porque ya no sentía el vacío de los primero tiempos, la sed imposible que el Cardenal entretuvo con tareas pías, que educó y condecoró. Las ganas de retirarse lo entusiasmaban, aunque la gratitud era un freno.
Sin embargo estaba viejo, su agilidad y su frialdad se desgastaban día a día. Y Vonger cometió dos errores. El primero hace un año y medio. El segundo ayer, al ordenarle traer al Consejal para interrogarlo y obtener los nombres de los cómplices.

Silencio en la noche.
Ya todo está en calma.
El músculo duerme,
la ambición trabaja.

Un clarín se oye.
Peligra la Patria.
Y al grito de guerra
los hombres se matan
cubriendo de sangre
los campos de Francia.

Hoy todo ha pasado.
Renacen las plantas.
Un himno a la vida
los arados cantan.
Y la viejecita
de canas muy blancas
se quedó muy sola,
con cinco medallas
que por cinco héroes
la premió la Patria.

Volvió a pensar en las explosiones y el frío. Él no las recordaba en abril, sino el 22 de mayo, el día en que una ráfaga de metralla lo puso en coma seis meses. Pero las imágenes  y el sumbido venían igual hoy, un 2 de abril. Y el sol se abría espacio entre el humo continental: ya era ilógico pensar que no estuviera toda América cubierta de ese humo tan de Lima La Horrible, tan de la Habana, tan de São Paulo. Llevaba casi dos décadas sin pensar de verdad. Ese frío heroico y el FAL bajando ingleses, pocos, y el temor de otro hombre antes de morir desangrado y mutilado, el de un cordobés que le cuidaba la espalda del fuego enemigo y de los superiores.  Y las ganas de cagarse de un tiro cuando se despertó en una cama de Campo de Mayo y le contaron el final de la película.
Rompió a llorar sin poder moverse. Ahora, con más muertes encima, volvió a llorar con sólo recordar la bronca de no poder seguir matando ingleses. Con la manga del sacos se enjugó las lágrimas y no dejó de cantar. El auto se acercó al Obispado.

Silencio en la noche.
Ya todo está en calma.
El músculo duerme,
la ambición descansa...

Un coro lejano
de madres que cantan
mecen en sus cunas,
nuevas esperanzas.
Silencio en la noche.
Silencio en las almas...

Faltaban dos cuadras para llegar, la noche lo quemó. El cadáver de la nena, el tipo desangrándose en su guantera, los tíos heroicos tiroteados, el dolor de los ojos con derrames, el tango de mierda ese, el humo que lo cubría todo y la puta sensación de no poder distinguir estar despierto de estar dormido. ¡Me tengo que ir a la mierda! ¡Esta fue la última! Diecinueve años cargándome tipos y rescatando curas de quilombos, me voy, y se van todos al carajo, ¿escuchaste Guarrechea? Vos, Vonger y los cuatro Obispados me dejan de joder, ¡me voy a la mierda!
Sintió los ojos lubricados aún, sabía que nadie le diría nada por ser alérgico y tan sensible a Los días. Me quiero ir con Luciana, y estiró los labios en una breve sonrisa de satisfacción.

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