La anciana con un andar de ciervo rengo se acercó al conjunto de sillas donde tres hombres meditaban. Uno de ellos se levantó para cederle el lugar. Ella lo reusó y le dijo con un tono suave:
- El Cardenal mandó sus
condolencias – los hombres levantaron la cabeza-. Su secretario, ese morocho de
traje que acaba de entrar, se metió en el estudio de su hermano.
Los hombres
sostuvieron un silencio.
- Se los decía – y bajó el tono –,
porque no creo que todos mis hijos sean... espero que Carmencita les diga qué
hacer.
Guarrechea hizo un
movimiento veloz hacia atrás con todo el cuerpo. El brazo derecho le colgaba junto
al sillón. Estaba sentado tras un escritorio monumental de quebracho que
parecía la obsesión de un ebanista: un gliptodonte rojo. Chávez no veía el arma
desde donde se hallaba, aunque la presentía cargada, ansiosa. Guarrechea se
embriagó con una botella de licor naranja que había sobre el escritorio junto a
la lámpara. En la camisa, arremangada y fuera del cinto, se apreciaba un mancha
deforma de alcohol. La iluminación caleidoscópica de la habitación presentaba
los libros y las esculturas en estantes, un mueble con botellas y bar, y unos
óleos campestres de tonos pastel, amarillos y dorados. Los ojos de Guarrechea
se fijaron en el invasor, enfocaron y
unieron la cara con un nombre y un expediente
- ¡Chávez! ¡La puta del
Cardenal! ¿Qué mierda venís a buscar ahora?
- Prefiero ser el perro del
Cardenal – repuso el otro acercándose y tocando el respaldo del sillón vacío
frente a Guarrechea –, no tengo nada que ver con esto. Te vengo a llevar.
Vonger quiere verte. No me la hagás más difícil. Te lo pido de hombre a hombre.
- Pero vos no sos un hombre, sos
un sorete, un parásito que se come todo lo que Vonger se traga y le llega al
culo ... le llega al culo quebrado ese que tiene.
Manoteó con la
izquierda la botella de licor y le dió con el dorso a la lámpara que cayó despedigando por el piso los
cristales multicolores que componían el vitreaux de la pantalla.
El despacho estaba más
blanco ahora. Una reproducción del David de Rafel estaba en una esquina: un
muchacho, sonriente, desnudo, con las armas sueltas. Los ojos de Guarrechea
eran de esa combinación polar de azul y rojo inyectado.
- No me importa quién
carajo quiere verme – se pasó la mano izquierda sobre el pelo estirándolo hacia
atrás. Los ojos no parecía sanos. Las respiración era confusa y miraba hacia
todos los rincones con espanto.
- ¡Se llevaron a mi
hija! ¡Le abrieron la garganta, mi vida, Carmencita! Todavía no iba a jardín.
Me cagaste la vida, vos asesino hijo de puta, y el viejo trolo ese son dos
hijos de puta. ¡Ojalá te maten a tu familia, sorete!
Levantó la mano con
una Cold 45 y se la dirigió a la sien derecha. Lo hizo con una lentitud
escandalosa. No fue ni siquiera un esfuerzo para el malevo desenfundar su Gloc
con silenciador de la sovaquera y atravesar la mano y la cacha del arma y poner
otra bala en la mano que Guarrechea apoyaba en el escritorio. Los gritos de
dolor con que prorrumpió al irse al suelo aceleraron a los hombres de abajo, ya
vapuleados.
Chávez rodeó el
escritorio y sacó del bolsillo exterior de su saco un precinto grueso de
plástico con el que le ajustó las muñecas en la espalda. Lo puso de pie y lo
llevó hacia la puerta. Al abrir Guarrechea intentó liberarse de su custodio
sacudiéndose como una mariposa a la vez que reclamó:
- Te podrías haber
puesto un traje negro, infeliz, es un velatorio para venir de colorado.
Chávez le puso una
palma sobre la oreja y le selló la cabeza con el marco de madera de la puerta:
- Es negro coágulo.
Quedate quieto, no te quiero lastimar.
Desde lo alto de la
escalera el barbijo colgando bajo el mentón hacía parecer al malevo con una
temible garganta negra. Por las escaleras subían a los saltos tres hombres. Los
tíos. El segundo traía una escopeta. La vieja aferrada al final de la
balaustrada arengaba: “¡Que no se lo lleve! ¡Que no se lo lleve!”. Los hijos
varones se le echaron encima con furor. Chávez arrojó la presa y dio un paso
atrás, arriba. Desenfundó la Gloc
y empuñó el Cold que llevaba en el cinturón (le había gustado el modelo). Con
un arma en cada mano resolvió la situación. Se movió para quedar protegido tras
el cuerpo del primero y evitar darle ángulo al segundo para dispararle. Luego
balazo en la pierna y embestida para lanzar por la baranda al primero,
disparando a la vez un tiro un hombro y otro en el biceps que sostenían la
escopeta. El rifle cayó por los escalones. Su poseedor se hizo un capullo y el
malevo se le fue encima al tercero que esgrimía una cuchilla en la diestra.
Frenó la puñalada y le metió el caño hirviente del Cold en la boca arrancándole
unos dientes y quemándole los labios y la lengua. El muchacho cubrió su cara
con las manos y se acurrucó en los escalones.
Chávez regresó unos
peldaños y sujetó nuevamente a Guarrechea. Lo bajó a las sacudidas. Mujeres,
viejos, niños y obesos miraban agolpados en la entrada del comedor. El
secuestrador pasó de largo sin mirarlos. No quería ver a la muertita.
La vieja les abrió las
puertas que daban al atrio:
- ¡Lleveseló! No fue
hombre para cuidar a mi nieta.
- Ponele un tiro a
ella también , Chávez -rogó Guarrechea.
Caminaron los baldozones que marcaban una senda
hasta el portón abierto. Chávez no hizo tiempo a subirse el barbijo.
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