TRABAJO DE PINTOR (I)
Cuando llegué al departamento el baúl ya no estaba. El bombardeo fue esta mañana y mi Ángel me lo hizo dibujar hace un par de años con muchísima crueldad. Fue, creo, una de mis mejores psicografías. Los rostros de los nenes en un colectivo escolar ardiendo por los misiles de la Marina, las cadáveres de traje desparramados en pedazos por Plaza de Mayo, la boca de subte deformada por el humo y los gritos de los transeúntes; el fuego y los cráteres de las bombas en mitad de la ciudad, como un tablero de ajedrez destrozado por un hacha al rojo vivo. Yo estaba ahí, mirando, desde el campanario del diario La Razón. El pecho se me partía, los oídos no me funcionaban –era sólo un silbido, un acople, una saturación de miedo que me ensordecía-, sólo veía y me vibraba todo el cuerpo y me sentía el terrible culpable y pedía a Dios una y otra vez que un avión dejara caer algo sobre la cúpula y me desintegrara junto con todos los demás que yo volvía a ver masacrados, enloquecedor ver asesinar a alguien varias veces. Yo era el traidor, los traidores ven morir varias veces a los traicionados, era un Judas contra mí mismo. Las profecías son condenas, dramas inevitables, verdaderas herramientas de tortura para la Gloria de Dios, no sirven para nada, son certezas crueles, destructoras guillotinas sobre las cabezas de los que amamos y los que desconocemos, son siniestras. Toda profecía es un pacto con la muerte y yo pacté con mi Ángel ser el elemento de una oscura participación sin otro sentido que el dolor de mi alma.
Ahora que camino por la vereda entre las ruinas del bombardeo voy pateando dedos sueltos y zapatos, relojes cerca de manos y una nube de pólvora que el viento se lleva al oeste, ahora que no hay hombre que aguante, lloro entre los muertos y siento como si mi cuerpo fuero un hospital del infierno, una terrible pintura del Bosco, me acuerdo de unas palabras árabes que mi madre me contaba: Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre. Soy eso, una pobre hembra acobardada, orinada, sucia y esperando un latigazo que no va a llegar. Ahí fue cuando mi Ángel me dijo que callara, que silenciara mi alma, suspendé tu juicio, la niebla es el mundo todo, en venganza, en ceguera, en locura, no le hables a Dios de la niebla, pero no lo escuché y renegué de Dios y las mil Trinidades y el millón de Vírgenes, y los billones de arcángeles violadores y perversos, eso dije y corrí esquivando ambulancias, voluntarios sollozando recolectando miembros, esquivé gritos infinitos de mujeres sujetando con la desesperanza de la Piedad sacos de carne deforme.
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Di unos pasos hasta el sofá y me dejé caer, no pensaba en nada, pero sentía réplicas del bombardeo por todos mis órganos.
Todas las persianas cayeron como guillotinas y me despierto sacudido a patadas, las puertas aletean, impactan contra sus marcos y las paredes chillan por unas uñas que las torturan la casa está llena de demonios de invisibles tridentes vengadores perdí la ayuda de mi Ángel y las fotos vuelan por el aire martillazos extraviados revientan los cristales de las ventanas y y me astillan una clavícula de una mazazo invisible caigo entre papeles y una lluvia de vidrios e imágenes me cubre de canas de utilería los paños los lienzos son arremolinados mis bocetos son perforados por filos resentidos y grito con la cabeza entre las manos lloro rezo grito Dios llanto Dios Santo Señor me duele el pecho ensangrentado y no sé a quién atacar o de qué defenderme los cajones de los muebles vuelan proyectados contra las paredes y otros muebles que tienen enfrente los cajones chocan entre sí en el aire y me aturde el estruendo de la vajilla y las persianas arañadas y pasos de bestia y pasos que corren por mi estudio que saltan en mi catre y corren con ira no hay nada que los entretenga más que mi miedo y mi sangre y otro mazazo más me rompe la boca la sangre me entra a la garganta y toso sangre y dientes que eran míos me babean de los labios teñidos de escarlata como coágulos de piedra que repican en el suelo al caer.
Me arrastro y siento en el pecho como si me hubieran clavado una botella partida, me refugio como un animal, una presa herida debajo del catre donde nadie saltaba ahora y cuando creo no recibir más golpes de azadón una manos arrojan el catre contra el techo rebota y me aplasta, una pata se me incrustan en la ingle y el cráneo se me bate contra el piso las patadas de vándalos me revolcaron por mi cuarto y me arrancaban la ropa de a pedazos y vi mi piel pálida, era una tela clarísima dónde mutaba el rojo en formas estúpidas. Con un llanto sin consuelo le pido a mi Ángel antes de volverme loco:
- Fray José de Aragón, guardián de este réprobo, perdón con mi alma despellejada te pido, perdón Aragón, vea a través de mí, solo, paria, te pido piedad Señor, protector cuidame, soy tuyo, matame si no te sirvo, pero no me tortures más, Aragón, cuídeme.
Y entonces sólo se oyó mi respiración miserable y mis sollozos cobardes en mi departamento, no había agitación ni destrucción ni nada, las cosas eran cosas y no manifestaciones y esta vez estuve solo de verdad y en paz.
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La oscuridad de mi taller-habitación me rodea y el sueño se mezcla con el calor de mi cuerpo inflamado y dolorido, los tejidos me latían y por primera vez en tantos tiempo anhelo el opio, la morfina y el hachís. Sé que hay una botella de whisky bajo la mesada de la cocina, me la regaló Guillermo la última vez que nos vimos, hace más de quince años, cuando entró en este departamento para llevarme al palacete Duval. Era la primera vez que lo veía en dos años. Eso había durado su viaje por la Europa de posguerra. Sus ojos celestes, los surcos colorados de su frente, su barba pelirroja armaban su sonrisa de ese esplendor de pescador marplatense que era capaz de seducir a la más reclusa monja de la orden del Auxilio o a la más tosca moza de las borracherías donde prefería buscar motivos que pintar. No sé cómo fue Caravaggio, pero para mí tengo que su rostro era el de Guillermo Eclessiam. Caravaggio elegía para sus frescos de escenas evangélicas a apóstoles con geta de malevos, mitad para darle realismo, mitad porque él también era un compadrito carroñero que solía apuñalar y apuñalarse y fugarse por todas las ciudades de la Italia renacentista. El pintor más mujeriego y el amigo más fiel, alegre y fatídico que conoció la avand gard del barrio del Once y los barrios y partidos del Oeste y la ciudad de Mar del Plata en la primera mitad de nuestro siglo, se llamó Guillermo Ecclesiam, mi único amigo de carne que comprendió mi destino de elegido y por no poder conciliarse con eso se alejó para morir en una pelea de a cuchillo en un tugurio medio prostíbulo de la estación de Merlo, por defender su juicio acerca de la falta de talento de un pintor de imágenes de Santos, cuyas estampitas tapizaban una pared de aquella borrachería. Eran tres contra él, él ya con sesenta años encima, y varios vasos de vino Torito, fue acuchillado contra la barra mientras en su mano derecha seguía sujetando su vaso hasta derrumbarse al piso, bebió, su cuchillo estaba lejos, miró su sangre, casi obnubilado y dijo:
-Carajo, así se mata a un hombre- y después de algunos instantes rogó a sus asesinos: Los perdono, pero díganle a Benjamín que era el único que siempre quise que me viera morir, ese era un hombre.
Eso me contó el reo condenado a perpetua que visité el año pasado en Caseros. Eso dijo, que no tendría que haber matado a un tipo así. Pero que esos hombres se mueren así, con una punta adentro y no soltando el tinto. "Dijo la Virgen de Luján parecía un helicóptero".
Estoy tirado frente a la mesada sobre un follaje de platos y copas descuartizados. El alcohol me arde, me quema y cauteriza, el sabor metálico de la sangre es removido por una amargura refortalecedora. Me emborracho fácil. Ya no está el efecto de la adrenalina y el miedo. Sólo me queda un dolor y una tiniebla entre persianas. Me hago de un cabo de escobillón que me sirve de bastón, bueno, de muleta. Como sobre zancos me hamaco hasta la ventana del pasillo que da a la puerta de entrada. Veo entre las rendijas de la persiana y no distingo nada entre las rectas varas de madera. Entonces me cuelgo de la cinta para subirla y por más que le echo todo el peso de mi cuerpo no logro siquiera que gima el eje del rollo. No tengo pasadores en las ventanas, estoy en un tercer piso. Le doy dos o tres vuelas alrededor de mi muñeca a la cinta y tiro con lo que me queda de fuerza y peso pero solo logro sentir un desgarro en el brazo. Lo estoy intentando con todas las ventanas porque me niego a creer que la puerta está también cerrada y eso ya es el final, porque el edificio entero está vacío, yo y mis cuadros místicos los ahuyentaron, yo y mis voces que se repiten en el hueco del ascensor, yo y los pasillos donde las tareas de porteros las realizan taciturnas ánimas sin pies.
Soy médium, no necesito teléfono, no hay nadie a quien yo no pueda traer con sólo pedírselo a mi Ángel, pero no tengo guardián ahora. Ya sé que estoy prisionero, pero quiero todavía creer que esto es sólo una cuarentena, que no soy un Merlín prisionero eternamente, sino un Dantés, esperando la fuga y la venganza.
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La moza del Ritz era una morena hermosa, qué delicia de mujer esa colombiana. En esa época los pintores de brocha gorda solían usar saco traje blanco y tiradores...
Autor: Juan M. Dardón
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