Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

lunes, 25 de junio de 2012

Louis Aragon: Espero su carta en el atardecer ("J'attends sa lettre au crépuscule")


Bajo un cielo de cretona
Pompadour y cómo
Un pequeño auto
Navega

Y el eco miente
Y es este canto que entona
La noche en el bosque dormido
En el parque monótono
Donde sueña un regimiento
Que en la sombra se acantona
Al fondo de un bello otoño

Que las horas asesinadas
Guerra en Crouy-sur-Ourcq
Mueren mal Y sos
Mi alma y mi buitre
Camión de vahos
Melancólico amor
Que sigue la avenida y
Capitan de alto rango
Deja para las nubes
Las tierras removidas
Y ves mi señora
Triste triste y soñando

Y este dorado es
Tesoro muchas veces mordido
Su tocado terrestre
Que me dice oh viento
Que me dice Queda
Queda aquí como antes de
Las batallas del este

Nada dice el mensajero


Traducción: Juan M. Dardón

LA NONA

Ella es mi segunda mamá, muchas veces es la primera. Nació hace setenta y ocho años en un pueblito de Italia, en la pobreza, el hambre y la muerte. Contando a ella, eran ocho hijos, pero nunca llegaron a conocerse entre hermanos, cuando nacía uno, se moría el más grande.
Siempre son las mismas anécdotas las que me cuenta, y yo siempre le hago las mismas preguntas y nunca dejo de asombrarme.
Como aquel día en que subió corriendo a la montaña buscando a su abuela, con sus manos en el vientre llenas de sangre diciéndole que se había reventado (la abuela le habrá explicado que era una de las desgracias de la mujer).
Pensar que yo tengo ropa interior de todos los colores y me quejo cuando quiero intentar cerrar el cajón porque desborda, ella tenía que lavar su única prenda a mano y poner a secarla al fuego mientras se tapaba con algún trapo.
Cinco largos y lentos años sobreviviendo así, y peor también. Por eso siempre dice que por más invitación que le hagan para ir allá, nunca volvería a ir. “En ese lugar lo único que recibí fue hambre, dolor, tristeza, Argentina me dio una casa, trabajo, la fortuna de conocer al hombre más bueno y generoso del mundo, una familia, y acá, nadie valora todo eso, acá se quejan, es lo único que saben hacer. Ya los quiero ver haciendo filas de dos cuadras para conseguir un bidón de agua miserable.”
Después dijo que había que ir hasta el campo para ir a lavar la ropa, dos horas de inagotable viaje para llegar, con el peso de la ropa sucia cargada en la espalda.
En el cordón de la vereda, quemando ramas que caen en el otoño, ella y yo, junto a mi hijo, su bisnieto, hablábamos de esto. Ella abre sus ojos al escuchar a un chico que llega silbando desde la esquina, el chico llama a alguien. Entonces mi abuela me mira, sonriendo con los ojos llenos de lágrima: “allá en Italia, tenía un noviecito que silbaba para pedirme que baje de la montaña”.

AUTOR: Luciana Verdesco

RENÉ DAUMAL: Poesía negra y poesía blanca






Como la magia, la poesía es negra o blanca, según sirva a lo sub-humano o a lo sobrehumano.
Las mismas disposiciones innatas ordenan la maquinaria del poeta blanco y del poeta negro. Algunos las consideran un don misterioso, un sello de las potencias superiores, otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O en realidad sí! Importaría mucho, pero no hemos llegado a ser aptos para comprender el origen de nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiera se liberaría de ellas. El poeta blanco busca comprender su naturaleza de poeta, para liberarse y hacerla servir. El poeta negro se aprovecha de ella y se esclaviza.
Pero, ¿qué es ese “don” común a todos los poetas? Es una conexión particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, tal que cada manifestación de una de estas vidas no posee ya únicamente el signo exclusivo, sino que puede devenir, por una resonancia interior, el signo de la emoción que es, en un momento dado, el color o el sonido o el sabor de sí-mismo. Esta emoción central, profundamente escondida en nosotros, no vibra y no brilla más que en raros instantes. Esos instantes serán para el poeta sus momentos poéticos, y todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en ese momento, serán los signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significación se realice en una imagen que se afirme mediante palabras, entonces más especialmente, diremos que es un poeta. Esto es lo que llamamos “don poético”, a falta de un conocimiento mayor.
El poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta negro lo explota para su satisfacción personal. Cree que posee el mérito de ese don, cree que él hizo voluntariamente sus poemas. O bien, abandonándose al mecanismo de las significaciones resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior, que le habría elegido como intérprete. En los dos casos, el don poético está al servicio del orgullo y de la imaginación falaz. Conjugador o inspirado, el poeta negro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira, un tercer elemento lo caracteriza aún: pereza. No digo que no se agite o sufra, al menos exteriormente. Pero todo ese movimiento se hace solo, se cuida mucho incluso de no intervenir él mismo, ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto, ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros se esfuerza por esconder bajo sus máscaras. Al “don” que opera en él, lo goza como un mirón [vouyeur], sin mostrarse, se viste con él como el cangrejo ermitaño de vientre blando se abriga con una concha de múrex, hecha para producir el púrpura real y no para revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver,

PASEOS (micro)



Yo vi los campos reflejados en los ojos de las mellizas Sossiur. Y fue justo antes de la cosecha de trigo.

Y también prendí fuego el tronco del árbol que Ezequiel López había trepado para evadirse de Dino. Dino mostraba los colmillos, en la copa el muchacho sollozaba, las llamas subían de a poco. Yo esperaba.

Para las caminatas me calzo la gorra, la escopeta que es un adorno viejo, desencadeno al fiel Dino, y aunque ya no es frecuente que los chicos bajen de los coches para hacer pis en la banquina o al costado del camino de tierra, igual llevo algunos caramelos caseros en el bolsillo.
La naturaleza es una cosa buena.
En el paseo de hoy, encontré -porque salió a flote- el cadáver de Rotchen.

AUTOR: Matías Rano