Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

SIN TÍTULO


 
por Xabier Usabiaga 
Decirte adiós de las maneras solemnes y solapadas
que el tiempo obscuro nos exige
es buscar tierra fértil de metrallas
van saliendo las voces del exilio
las que ya olvidaré en la mañana
pero ahora
en este intento
tú no estás, amor.
Y el extraño y famélico graznido que escupo
parece destino fortuito
sencillo
pero es el chillido de las causas
que pretendo extraer con vino
es tu luna negra
la que me hace falta
la que me hiere de aceites calientes y astillas de papel
estarás ahí, aterida terrible
amor amor
estarás ahí sin cantar todavía
una lengua
una razón
y yo seré el paso de tu paso
y el nombre de tu historia
saldrán las bocas y las manos
a horadarse
con tanta pena amor
que no estaremos dispuestos
a nada más que no sea
morir
el suelo graso
las paredes y sus jeroglíficos monótonos
(que quemo esta misma noche, no lo olviden)
nos descubrirán haciendo el amor
ayer
anteayer
anteanteayer
aprendiendo pupilas
y fragmentos
cariños
y dioses
y al vernos
advertirnos en penumbra
nos dirán
que no
que no
que no.
***

lunes, 22 de agosto de 2016

BALACERA DE TARDENOCHE

Por Tomás Manuel Fábrega

Allá, por allá,
cuando y donde todo era comunidad
y el flujo del tiempo se hacía de las manos
como apretándose,                      con y sin fuerza,
ensanchando las individualidades a costa del reproche más energúmeno
o la desidia más acabada

allá
se gestaba una tarde lacustre
mientras merodeaban por los cielos y por todos los infinitos
nuestras amistades imaginadas
nuestras derrotas traicionadas,
traicionadas tan solo como mal traiciona el hombre a la primera edad

Cuán natural parecía el optimismo
cuando la tarde era grande,
tan grande y tan ancha
como la felicidad de aprender palabras nuevas

pero la tarde
como los pueblos y como todas las mujeres
continúa, continúa y avanza
sin más que con una tropa de alientos
cargada de impulsos
de voluntades más voluntades
sin poder evitar jamás el desbaratamiento de lo otro
ese otro arrasador de furias y lamentos

mientras que estrangulando un corazón
corre de prisa un alma irreventeralizada
cuya rabia acumulada era todo lo que fue
la transversal desgracia de una patria

antes de eso,
antes de la rabia                                                               
un caos enorme con aspecto y tono de catástrofe
se hizo multiplicar en las multitudes propias y alucinadas

la rabia
no como roja ni como negra
la rabia como rabia,
alta, de millones
torpe pero fuerte como fueron las pedradas de la gente

romper, romper, romper
romper y despedazar
como mandamiento primero
como cláusula única para obrar en consecuencia
como contrato social para proyectar nuevos paisajes
como vida muerta que recobra su poder totalizante
como ráfaga que carcome como penetra dura,           y mata

decían los ríos que sin ruptura no hay novedad,
la novedad de hacer y aparecer,
crear en las sombras el tinte que da el color
para arrasar irrumpiendo las alegrías

Allá, allá, mucho más allá
mientras los tontos estrangulan
y los idiotas chillan,
en los recuerdos veo sino sonar
los cánticos de balas contra balas 
cuando la tarde trataba de jugar en el parque con las amigas


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Lectura de poema en el segundo recital de poesía organizado por la Revista La Traición de Hombre Topo


jueves, 18 de agosto de 2016

BORGES Y YO




por Jorge Luis Borges


         Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo xviii, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Seria exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páinas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

         No sé cuál de los dos escribe esta página.


Extraido de la obra "El Hacedor"

lunes, 15 de agosto de 2016

Manuel Mujica Láinez: El rey Cacambo - Le royal Cacambo (1761)





Escrito y publicado originalmente en francés, hemos traducido este cuento que integró el célebre libro Misteriosa Buenos Aires (1950) de Manuel Mujica Láinez, y lo entregamos a los lectores por primera vez en castellano.


Hemos preferido conservar en su idioma original (francés) esta carta, enviada a Cándido por su servidor Cacambo. Ambos personajes, según refiere Volteare, estuvieron en Buenos Aires hacia el año 1756.

En Buenos-Ayres, 3 enero, 1761.

Mi señor Cándido:

Hace ya media hora que fatigo mi pluma sin encontrar la forma de comenzar mi carta. Estoy confundido por no haberle escrito antes. En verdad, la vida es muy agitada en Buenos-Ayres; transcurre rápidamente en esta pequeña ciudad donde no hay sin embargo nada para hacer. Esto le sorprenderá sin dudas. Yo mismo me sorprendí cuando las circunstancias me lo han demostrado. ¡Por desgracia, no me quedé con usted en Constantinopla, a cultivar sus legumbres! Allí tiene usted razón, allí se entiende bien que, de acuerdo con Monsieur Pangloss, el filósofo, usted decía que todo sucede para mejor en el mejor de los mundos; mientras que aquí...
Desde hace un año que os he dejado, una tarde desgraciada, para retornar al Río de la Palta, y desde hace ocho meses que habito Buenos Aires. El relato de mi existencia puede resumirse así: me he casado; he repudiado a mi mujer; he sido transformado de su servidor, en pretendiente al trono de los Incas. Veo alrededor suyo florecer sonrisas escépticas, cuando lea mi carta en voz alta bajo el cielo claro de Constantinopla. Que aquellos que dudan abran los ojos y presten las orejas.
Comencemos por mi mujer. Dos semanas después de mi arribo he conocido a una adorable mestiza de nombre Lolita: una pequeña mujer, fresca, arrebatadora, Monsieur Cándido, gentil, con dientes muy blancos y ojos muy negros. Se ganaba la vida con la pastelería, con tortitas más deliciosas que aquellas de las monjas capuchinas que las damas de la ciudad se disputaban. Caí enamorado. Luego de haber probado sus tortitas quise probar sus labios. La cortejé con éxito y me volví su marido.
Saliendo de la iglesia de Santo Domingo, ni bien terminó la ceremonia, podía considerarme afortunado. Nada me faltaba, sino su presencia, señor Cándido. Sin embargo, no estaba tan ciego para no reconocer una pequeña nube en un horizonte tan diáfano: la familia de Lolita era numerosa. Ella encontraba siempre tíos y primos. Le aclaro que no hablo exactamente de su familia, sino de su media familia, del lado indio, porque el lado español lo he ignorado siempre. Estos indios, como aquellos de la familia de mi madre, por cierto, son del Tucumán y de origen quichua. Todo el mal vino de allí.
Estalló la tarde misma de nuestro matrimonio. Cuando nos metíamos en la cama, evidentemente muy emocionados, y yo terminaba de desvestirme, de súbito Lolita propinó alaridos. Creo que estoy bien hecho, pero tales señales de admiración me parecieron excesivas. Sin embargo, era admiración de otro tipo. Señor, mi tono debe volverse confidencial. Sabrá excusarme. Poseo alrededor del ombligo un lunar muy negro, tan negro que aunque mi piel sea morena se lo ve claramente. Tiene la singular forma de un sol con sus rayos. Y está ubicado, perdóneme si insisto, en torno al ombligo, circunvalándolo. Ese lunar provocaba la crisis de Lolita. Ella quiso hablarme, pero piense que yo estaba ocupado en otros asuntos. Terminadas estas ocupaciones, me dormí con un sueño pesado, el último auténticamente plácido de mi existencia.
El día siguiente fui despertado por el contacto de una mano sobre mi vientre. No eran los dedos sutiles de mi pastelera, sino otros, rugosos y duros, me levanté de un salto. Al lado de nuestra cama, con Lolita ya vestida, se sostenía una vieja india, su abuela. Ella me tanteaba el vientre. Fui inmediatamente tomado por el pavor, imaginando que intentaba sobre mí alguna brujería, pero la vieja me tranquilizó de inmediato. Ella me colma de preguntas sobre mi familia tucumana y termina por decirme:
–Cacambo, sos el príncipe, el soberano, el liberador que nuestra raza espera desde que los castellanos malditos han cazado a nuestros reyes en nuestras capitales de oro. Llevas en el vientre la señal esperada. Mira ese sol, signo del dios del cual desciende la santa dinastía de Manco Capac. Advierte que está ubicado alrededor de tu ombligo y que en nuestro lenguaje ombligo se dice Cozco, Cuzco, que es también el nombre de nuestra ciudad imperial.
Habiendo hablado así, las dos cayeron de rodillas y se pusieron a adorarme como si yo fuera Nuestro Señor. He reído mucho por esto, las he invitado a beber una botella de vino español de Esquivias, y cada vez que ellas intentaban volver sobre el tema de mi piel real, desviaba la conversación haciendo el elogio del ombligo de Lolita.
Varios días pasaron, y habría olvidado el incidente si no fuese por el respeto solemne con el cual mi espesa miraba mi vientre todas las noches, lo que me irritaba un poco, encontrando este homenaje fuera de lugar. Una tarde ella estaba ocupada en azucarar las tortitas en el patio, yo en fumar y rascarme en nuestro cuarto. De repente, la puerta se abre y Lolita entra con cuatro indios. Aquel que parecía el jefe me ordena desvestirme. Me habría opuesto, adivinando lo que buscaban, pero Lolita insistió, y luego reconocí que los ojos matamoros de los quichuas me daban un poco de temor. Obedecí entonces y, como la vez anterior, mis visitantes se pusieron de rodillas. El jefe quizo besar mi sol, pero encontré la cortesía demasiado exagerada. Él avanzó, yo reculé, los otros tucumanos me rodearon, tomé una silla, Lolita se desmayó, empuñé la silla como un garrote, y un estruendo espantoso ocurrió. Nuestra casa se encuentra cerca del Cabildo; en dos minutos el Señor Alguacil Mayor estaba allí con su guardia. Nos llevaron a todos, y me libré con diez golpes de bastón.  
Regresé a lo de Lolita que no dejaba de llorar. Luego de algunos remilgos, la calma renació y con ella nuestro idilio. Sin embargo, mi mujer trabajaba a mis espaldas en extraños planes. Su abuela encendía en ella ambiciones fabulosas. Soñaba posiblemente con ser emperatriz del Perú, con su Cacambo por Inca. Entonces, fingiendo despreocupación, esperaba su hora. Un mes transcurrió así. Yo fumaba, ella preparaba sus pastas cocidas al horno, nos mimábamos. Una noche, ella introdujo de nuevo visitantes. No eran ya personas de color, sino blancos, y suntuosamente vestidos: dos caballeros. Uno de ellos llevaba una venda negra sobre el ojo izquierdo. Cuando hablaron, comprendí que eran italianos y deduje inmediatamente su condición de conspiradores.  ¡Por desgracia, Monsieur Cándido, no me que equivocaba! En ese momento añoré con toda mi alma de haber estado en Constantinopla para cuidar su jardín. El hombre de la venda me descarga un fuerte discurso bien construido, del cual cada parte terminaba con esta frase: «¿Quiere o no quiere ser el emperador del Ríos de la Plata? Eso no depende de su voluntad.» Me confiaron que disponían de mucho dinero y de amistades en la corte portuguesa.
Estábamos en medio del coloquio, en el cual mi intervención se manifestaba por medio de gruñidos, cuando Lolita, que no había abandonado el patio, apareció con ojos de loca. Fue seguida por el Señor Alguacil Mayor y sus desolladores. Evidentemente alguien, algún postulante de otra dinastía, los había prevenido. Mis italianos intercambiaron una sonrisa amarga. Esta vez se me interrogó largamente en la cárcel del Cabildo. Protesté tan vivamente que el Alguacil fue convencido de mi inocencia y recuperé la libertad con veinte golpes de bastón sobre la espalda.
En consecuencia, me volví desconfiado y llevaba día y noche, sobre la piel, una venda tejida de lana, una faja, alrededor de mi peligrosa cintura. El tiempo transcurrido no apagaba mis dudas. En la casa, Lolita quedaba junto del horno. Sin embargo, una dulce mañana soleada, cuando atravesaba la Gran Plaza, no lejos de la Catedral, me aproximé sin pensarlo al mercado que los indios instalan bajo las ruedas de las carretas gigantescas. Y he aquí que uno de los monstruos que habían venido a mi casa en embajada cuando quisieron besarme el ombligo, me reconoció. Me señaló ante sus compañeros con gritos de alegría. La nueva corte por el mercado, entre los vendedores de pociones y de cueros, y todo este mundo de rodillas, con la frente en el barro. Yo estaba desesperado y simulaba distracción. Mi angustia aumentó cuando vi avanzar hacia el centro de la plaza, con su escolta, al Señor Alguacil Mayor de Buenos-Ayres. Me hizo aplicar veinte golpes, allí, delante los mis admiradores estupefactos, sin que valga siquiera la pena conducirme al Cabildo.
Adivinara, mi señor, en qué estado de espíritu he vuelto hacia usted. En el patio Lolita me esperaba. Me hizo una reverencia profunda. A su lado estaba una enorme mujer, una india, probablemente de la tribu de los Patagones, envuelta en una inmensa manta roja. Desde que me vio, esta gran demonia se puso a sermonearme en su lengua bárbara, señalando alternativamente el cielo y mi vientre fatídico. No comprendí. No comprendía nada y por otra parte me reía de lo que ella podía decirme. Me puse furioso, lo que multiplicó mis fuerzas, y las eché en el acto a ella y a mi mujer, a patadas en el trasero. Fue así, Monsieur Cándido, cómo he perdido para siempre mi mujer, mi paciencia y mi trono. ¿Qué pensará Monsieur de Voltaire? A veces, durante las noches demasiado calurosas, me revuelvo sobre mi cama desierta, soñando en la paz maravillosa de nuestro pequeño jardín de Constantinopla. Retornaré allí en cuanto haya reunido bastante dinero para pagar mi viaje. Mientras tanto, hago tortitas y guardo los pesos.

Su muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor Cacambo.

Traducción: Juan Dardón Castro

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LE ROYAL CACAMBO (1761)

Hemos preferido conservar en su idioma original esta carta, enviada a Candide por su servidor Cacambo. Ambos personajes, según refiere Volteare, estuvieron en Buenos Aires hacia el año 1756.

À Buenos-Ayres, le 3 Janvier 1761.

Mon maître Candide:

Voici une bonne demi-heure que je fatigue ma plume sans trouver la façon de commencer ma lettre. Je suis confus de ne vous avoir pas écrit plus tôt. En vérité la vie est très agitée à BuenosAyres; elle s'écoule rapidement dans cette petite ville où il n'y a pourtant rien à faire. Ça vous surprendra sans doute. J'ai été étonné moi même quand les circonstances me l'ont appris. Hélas! que ne suis-je resté à Constantinople avec vous, à cultiver vos légumes! Là vous avez raison, là on s'explique très bien que, d'accord avec Monsieur le philosophe Pangloss, vous disiez que tout est pour le mieux dans le meilleur des mondes; tandis qu'ici...
Depuis un an que je vous ai quitté, un soir de malheur, pour retourner au Rio de la Plata, et depuis huit mois que j'habite Buenos-Ayres, le récit de mon existence peut se résumer ainsi: je me suis uni en mariage; j'ai répudie ma femme; j'ai été transformé de votre valet fidèle en prétendant au trône des Incas. Je vois autour de vous fleurir les sourires sceptiques, quand vous lirez ma lettre à haute voix sous le ciel clair de Constantinople. Que ceux qui doutent ouvrent les yeux et prêtent l'oreille.
Commençons par ma femme. Deux semaines après mon arrivée, j'ai connu une adorable métisse du nom de Lolita: une petite femme fraîche, ravissante, Monsieur Candide, gentille, avec des dents très blanches et des yeus très noirs. Elle gagnait sa vie à faire de la pâtisserie, des tortitas plus délicieuses que celles des nonnes capucines, et que les dames de la ville se disputaient. J'en tombais amoureux. Après avoir goûté ses tortitas je voulus goûter à ses lèvres. Je lui fis ma cour avec succès et devins son mari.
En sortant de l'église de Santo Domingo, sitôt après la cérémonie, je pouvais me considérer heureux. Rien ne me manquait sinon votre présence, maître Candide. Toutefois, je n'étais pas assez aveugle pour ne pas reconnaître un petit nuage dans un horizon aussi diaphane: la famille de Lolita était nombreuse. Elle trouvait partout des oncles et des cousins. Je vous signale que je ne parle pas exactement de sa famille, mais de sa demi-famille, du côté indien, car le côté espagnol l'a toujours ignorée. Ces Indiens, comme ceux de la famille de ma mère d'ailleurs, sont du Tucuman et d'origine quichua. Tout le mal vint de là.
Il éclata le soir même de notre mariage. Comme nous nous mettions au lit, évidemment très émus, et que je finissais de me déshabiller, voilà que Lolita pousse de grands cris. Je crois que je suis bien fait mais telles marques d'admiration m'ont semblé excessives. Or l'admiration était d'une tout autre sorte. Maître, mon ton doit devenir confidentiel. Vous saurez l'excuser. Je possède autour du nombril un grain de beauté très noir, si noir que bien que ma peau soit assez brune on le voit distinctement. Il a la singulière forme d'un soleil rond avec des rayons. Et il est placé, pardonnezmoi si j'insiste, autour du nombril, le contournant. C'est ce grain de beauté que provoquait les cris de Lolita. Elle voulut m'en parler, mais vous pensez que j'étais occupé d'autres choses. Ces occupations finies, je m'endormis d'un sommeil lourd, le dernier authentiquement placide de mon existence.
Le lendemain je fus éveillé par le contact d'une main sur mon ventre. Ce n'étaient pas les doigts subtils de ma pâtissière, mais d'autres, rugueux et durs. Je me levai d'un bond. A côte de notre lit, avec Lolita tout habillée, se tenait una vielle indienne, sa grand-mère. Elle me tâtait le ventre. Je fus immédiatement saisi de frayeur, imaginant qu'elle essayait sur moi quelque sorcellerie, mais la vieille me rassura bientôt. Elle me posa des questions sur ma famille tucumane et finit par me dire:
–Cacambo, tu es le prince, le souverain, le libérateur, que notre race attend depuis que les castillans maudits ont chassé nos rois de leurs capitales d'or. Tu portes sur ton ventre la marque espérée. Vois ce soleil, signe du dieu dont descend la sacrée dynastie de Manco Capac. Remarque qu'il est placé autour de ton nombril et qu'en notre langue nombril se dit Cozco, Cuzco, qui est aussi le nom de notre ville impériale.
Ayant ainsi parlé, toutes deux tombèrent à genoux et se mirent à m'adorer comme si j'étais Nôtre-Seigneur. J'en ai fort ri, les ai invitées à boire une bouteille de vin espagnol d'Esquivias et, chaque fois qu'elles essayaient de revenir sur le sujet de ma peau royale, je détournais la conversation en faisant l'éloge du nombril de Lolita.
Plusieurs jours se passèrent, et j'aurais oublié l'incident ne fut-ce le respect solennel avec lequel ma femme regardait mon ventre tous les soirs, ce qui m'agaçait un peu, trouvant cet hommage déplacé. Une après-midi, elle était occupée à sucrer des tortitas dans le patio, moi à fumer et à me gratter dans notre chambre. Soudain la porte s'ouvre et Lolita entre avec quatre Indiens. Celui que semblait leur chef me demanda de me déshabiller. Je m'y serais opposé, devinant ce qu'il cherchait, mais Lolita insista, et puis j'avoue que les yeux de matamores des quichuas me faisaient un peu peur. J'obéis donc et, comme la fois antérieure, mes visiteurs se mirent à genoux. Le chef voulut baiser mon soleil, mais je trouvai la courtoisie trop poussée. Il s'avança, je reculai, les autres Tucumans m'entourèrent, je pris une chaise, Lolita s'évanouit, j'empoignai la chaise comme une massue, et un affreux vacarme en résulta. Notre maison se trouve près du Cabildo; en deux minutes Monseigneur l'Alguacil Mayor était là avec sa garde. On nous emmena tous, et j'en fus quitte avec dix coups de bâton.
Je rentrai chez nous avec Lolita qui ne cessait de pleurer. Après quelques minauderies, le calme renaquit et avec lui notre idylle. Cependant, ma femme travaillait à mon insu à des plans étranges. Sa grand-mère allumait en elle des ambitions fabuleuses. Elle rêvait probablement d'être impératrice du Pérou, avec son Cacambo pour Inca. Donc, tout en feignant l'insouciance, elle attendait son heure. Un mois s'écoula ainsi. Je fumais, elle préparait ses pâtes cuites au four, nous nous cajolions. Un soir, elle introduisit de nouveau des visiteurs. Ce n'était plus des gens de couleur, mais des blancs, des blancs magnifiquement blancs, et somptueusement vêtus: deux caballeros. L'un d'eux portait un bandeau noir sur l'oeil gauche. Quand ils parlèrent, je compris qu'ils étaient Italiens et déduisis immédiatement leur condition de conspirateurs. Hélas, Monsieur Candide, je ne me trompais point! A ce moment-là j'ai regretté de toute mon âme de n'être pas resté à Constantinople à soigner votre jardin. L'homme au bandeau me débita un discours fort bien construit, dont chaque partie finissait par cette phrase: «Voulez-vous ou ne voulez-vous pas être l'empereur du Rio de la Plata? Ça ne dépend que de votre volonté.» Ils me confièrent qu'ils disposaient de beaucoup d'argent et qu'ils avaient des amitiés à la Cour portugaise.
Nous en étions là de ce colloque, dans lequel mon intervention se manifestait par des grognements, lorsque Lolita, qui n'avait pas abandonné le patio, apparut avec des yeux de folle. Elle était suivie par Monseigneur l'Alguacil Mayor et ses écorcheurs. Evidemment quelqu'un, quelque postulant d'une autre dynastie, les avait prévenus. Mes Italiens échangèrent un sourire amer. Cette fois on m'interrogea longuement à la cárcel du Cabildo. Je protestai si vivement que l'Alguacil fut convaincu de mon innocence et me rendit la liberté avec vingt coups de bâton sur le dos.
Dès lors je devins méfiant et portai jour et nuit, sur la peau, une bande de tissu de laine, una faja, autour de ma dangereuse ceinture. Le temps, en passant, n'éteignit pas mes craintes. A la maison, Lolita restait auprès du four. Or, un doux matin ensoleillé, comme je traversais la Grand' Place, non loin de la Cathédrale, je m'approchai, sans y penser, du marché que les Indiens installent sous les roues des carretas gigantesques. Et voilà qu'un des monstres qui étaient venus chez moi en ambassade quand on voulut embrasser mon nombril, me reconnaît. Il me signale à ses compagnons avec des cris de joie. La nouvelle court par le marché, entre les vendeurs de poissons et de cuirs, et tout ce monde tombe à genoux, le front dans la boue. J'étais au désespoir et simulais la distraction. Mon angoisse s'accrut lorsque je vis s'avancer au centre de la place, avec son escorte. Monseigneur l'Alguacil Mayor de Buenos-Ayres. Il me fit appliquer vingt coups, là, devant mes sujets stupéfaits, sans même se donner la peine de me conduire au Cabildo.
Vous devinerez, maître, dans quel état d'esprit je suis revenu chez moi. Au patio, Lolita m'attendait. Elle me fit une révérence profonde. A son côté se tenait une énorme femme, une Indienne, probablement de la tribu des Patagons, enveloppée dans une immense couverture rouge. Dès qu'elle m'aperçut, cette grande diablesse se mit à me haranguer en sa langue barbare, en signalant alternativement le ciel et mon ventre fatidique. Je n'y comprenais rien et d'ailleurs je me moquais de ce qu'elle pouvait me dire. Je devins furieux, ce qui multiplia mes forces, et je les chassai sur-le-champ, elle et ma femme, à grands coups de pied dans le derrière.
Voilà Monsieur Candide, comment j'ai perdu à jammais ma femme, ma patience et mon trône. Qu'en pensera Monsieur de Voltaire? Parfois, pendant les nuits trop chaudes, je me roule sur ma couche déserte, rêvant à la paix merveilleuse de notre petit jardin de Constantinople. J'y retournerai dès que j'aurai réuni assez d'argent pour payer mon voyage. Entre temps, je fais des tortitas et garde mes sous.
Votre très humble, très obéissant et très fidèle serviteur CACAMBO.  

jueves, 4 de agosto de 2016

CASA



por Xabier Usabiaga

Hoy me empuñé.

Yo
un ovillo acuoso y niño
con todo dentro invaginado.

Empuñados los pechos,
empuñados los vientres,
todas mis muertes empuñadas
mi lengua arrullándole gris a la bruma abrasada
con una voz negra que jamás escuché,
una colmada de símbolos
que me deja entender de pronto el murmullo de las flores
con las que antes tanto conversaba.

Y así soy de repente las cabezas,
los aguijones de las proas que cortan nada
la convulsión fugaz y confusa de algún violinista ciego
a veces siendo
otras no y al mismo tiempo y en un segundo no sé nada.

Empuñado todo en este hueso roído
este madero tan mío que llora, así
todo rehecho en mi caudal
así, tal cual y para siempre
soy de pronto
por un segundo
mi propia casa.


Imagen: 'Clairvoyance' de Magritte

lunes, 1 de agosto de 2016

CANTO A LA PAZ


Por Julio de la Vega

¡Cuatro siglos atrás quedó la piedra!

Sobre un pasado de Kantutas.
Una leyenda de milenios,
es ahora ritmo...

¡Qué tiempo atrás está la piedra!
Cuando los mares de la historia
y un horizonte de canela,
en carabela de aventura
buscó tu nombre en la montaña…
Fue la tizona
Trazando rutas sobre el Ande,
la Santa Cruz de los tormentos
tendió su abrazo en los caminos...
Estaba atrás el tiempo
que desfloraba continentes.
Los siete mares de la Historia
pintaban líneas en los mapas
y capitanes y tahúres
lanzaban dados al destino
buscando luz y nuevos rumbos…
El mar atrás atrás la selva,
Atrás las playas con palmeras
y el Senegal de vieja luna,
atrás el tiempo y la distancia
y estaba sola la montaña…
La Santa Cruz de los tormentos
y la tizona toledana.
También llegaron a los montes
a dos instantes de la nieva,
bajo las alas de los cóndores,
un capitán aventurero
fundó tu historia
en pergamino de futuro.
Y quedó escrito por los siglos:
Nuestra señora de La Paz...
Allí en el sobrio territorio,
en el sendero de Atahuallpa,
por donde quenas y zampoñas
en cinco tonos minerales
seguían al sol por el sendero...
El Inti Rami de la aurora
dejó la danza a piel de roca,
de oro y sangre de una raza
fundió en el grito de su entraña...
Y el capitán aventurero
sobre un pasado de zampoñas
y en un resabio de leyenda
sobre un azul de tiempo antiguo
fundó tu nombre en los caminos...
y escrito está de aquel entonces:
Nuestra Señora de La Paz:
y fue la paz de las discordias
que en paz se unieron y en concordia

viernes, 22 de julio de 2016

EL ABISMO ILETRADO DE UNOS SONIDOS

EL ABISMO ILETRADO DE UNOS SONIDOS

Por Pedro Lemebel

Cerca de Trujillo, en Perú, se encuentran las ruinas de Chan Chan, una ciudad preincásica que duerme en sus vestigios erosionados por la brisa marina. Son construcciones de barro que, a pesar de su precariedad material, atestiguan un cierto esplendor café rojizo que colorea el adobe con el mismo tono de la piel indígena. Al centro de esta urbe barrosa se encuentra la plaza principal; un enorme rectángulo en cuyos bordes se levanta un muro decorado por relieves de peces nadando en dirección opuesta. En un punto de esta guarda, los cardúmenes se cruzan alternadamente. Este punto coincide con la corriente de Humboldt, que frente a Trujillo cruza las aguas del norte con el frío mar del sur.
Sobre este muro de arcilla, los turistas y pareja de enamorados han escrito nombres, fechas, garabatos y panfletos políticos, imponiendo la escritura castellana sobre este alfabeto zoomorfo, que en su mínima representación describe una cartografía del ancho horizonte salado, en el chapoteo de los peces y el rumor ronco del Pacífico.
Pero más allá de las teorías que hacen coincidir la ciencia con la magia de estos jeroglíficos, estos signos hablan otro lenguaje, difícil de transferir a la lógica de la escritura. Quizá, más que conceptos organizados por un pensamiento unidireccional, estos dibujos contengan ruidos, voces apresadas en el barro, descripciones guturales de una geografía precolombina que deslumbró al hombre blanco con la música colorida de su intemperie. Así, también, estas formas se podrían traducir como representaciones de un silabario sonoro o partituras de un temblor vital en el territorio mesoamericano. El habla y la risa en el rumoroso tumbar del corazón andino. La oralidad y el llanto en el entrechocar de la sangre por los acantilados arteriales. La voz mimetizada con el entorno, como un pájaro ventrílocuo que caligrafía su arrullo entre la floresta. Después vino la letra y con ella el alfabeto español que amordazó su canto.
Entonces, los códigos orales se hicieron gritos de alerta para prevenir a las tribus de la invasión extranjera. Fueron sonidos de olas en las cumbres altiplánicas, a través de los pututos o caracoles marinos, especies de trompetas moluscas que transmitían la voz de alarma por todo el Tiawantinsuyo. Así fueran gritos de aves cuando la bota del cazador aplasta la maleza. O murmullos entre dientes que cuchichean hoy las indias en las aduanas de las fronteras. Silabeos imprecisos que ponen nervioso al policía de guardia que las deja pasar con su contrabando parlanchín. Como loras parloteando en esa media lengua, en ese tonito del puis, intraducible en la página, en la letra impresa tan fundante, tan organizada, tan universalista, tan pensante nuestra afiebrada cabeza occidental. Nuestro logo egocéntrico que cree almacenar su memoria en bibliotecas mudas, donde lo único que resuena es la palabra silencio escrita en un cartelito.
Pero ese chsss no es silencioso; para la lengua indígena quizá ese chsss tiene que ver con un dolor de muelas y la “s” es el abanico que enfría la carie ardiente. A lo mejor, también ese chsss es la lluvia siseando sobre los techos de paja o el silbido de la serpiente cuando la pisan en celo. Cómo saberlo, cómo traducir en letras para nuestro orgulloso entendimiento la multiplicidad de significantes que acarrea un sonido.
Ciertamente, estamos apresados por la lógica del alfabeto. La instrucción nos lleva de la mano por la senda iluminada del ABC en el conocimiento. Pero más allá del margen hay un abismo iletrado. Una selva llena de ruidos, como feria clandestina de sabores y olores y raras palabras que siempre están mutando de significado. Palabras que se pigmentan sólo en el corazón de quien las recibe. Sonidos que se camuflan en el pliegue del labio para no ser detectados por la escritura vigilante.
Más allá del margen de la hoja que se lee, bulle una Babel pagana en voces deslenguadas, ilegibles, constantemente prófugas del sentido que las fichas para la literatura.
Aparentemente, la página contiene la voz y su deseo expresivo. Pero esta premisa se funda con la introducción de la escritura castiza y católica en américa. Entre letra y letra hay un confesionario; entre palabra y palabra, un mandamiento. Lo que se lee con el ojo de Dios; las sagradas escrituras tienen su firma. Esto el inca Atahualpa no lo sabía, por eso confundió la Biblia con un caracol marino, y lo puso en su oreja para escuchar la letra parlante del creador. Y ese caracol cuadrado y negro no tenía ecos de mar ni susurros de montaña para hablarle a Atahualpa; por eso lo tiró al suelo y dio pretexto a fray Vicente de Valvere para justificar el genocidio de la Conquista. Tampoco el inca sabía que, años más tarde, el rey católico Carlos II iba a prohibir por decreto el uso de las lenguas nativas. Atahualpa había muerto antes de aprender a leer y, analfabeto, siguió escuchando bajo la tierra el sonido de las mareas como idioma interminable.
     Quizá el mecanismo de la escritura es irreversible y la memoria alfabetizada de la cultura escrita representada por Pizarro sobre la cultura oral de Atahualpa. Pero eso nos demuestra que leer y escribir son instrumentos de poder más que de conocimiento. Es posible que la cicatriz de la letra impresa en la memoria pueda abrirse en una boca escrita para revertir la mordaza impuesta. Así lo demuestra el testimonio Si me permiten hablar de Domitila, editado en 1977, y las Crónicas de Felipe Huamán Poma de Ayala, publicadas en 1615. Estos y otros textos ejemplifican cómo la oralidad hace uso de la escritura doblando su dominio y apropiándose al mismo tiempo de ella.
    Muchos son los silencios impuestos por la cultura grafóloga a las etnias orales colonizadas, pero aprender a leer esos silencios es reaprender a hablar. Usar lo que omiten, niegan o fabrican las palabras, para saber qué de nosotros se oculta, no se sabe o no se dice. Ese silencio es nuestro, pero no es silencio; habla como una memoria que exorciza las huellas coloniales y reconstruye nuestra dignidad oral destrozada por el alfabeto.

martes, 12 de julio de 2016

ENGAÑO




por Xabier Usabiaga
Soy culpable
y partícipe insurrecto
de toda la desgracia, de toda esta espera

e igual de cerdo que de niño,
no me hago responsable.

Mamá, papá,
los engañé.

Este vicio que me pone en medio del camino
que rasga los ojos con la daga del mañana
sáquenmelo pronto,
que ya no sé cómo existir.

Perdónalos, porque no saben lo que hago.
Siguen queriendo llorar en mis entierros.

Por eso, hoy renuncio
y te devuelvo cada bestia que me diste,
las semillas,
la palabra y la costilla,
porque me arde la garganta de deseo
y no puedo esperar otro amanecer.

XABIER USABIAGA

Imagen: 'Mujer en la noche' de Joan Miró

viernes, 6 de mayo de 2016

Un pasaje de Pedro Páramo...

Por Juan Rulfo

"En el hidrante las gotas caen unas tras otras. Uno oye, salida de la piedra, el agua caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado"

domingo, 24 de abril de 2016

CORRIDA


por PAZ BUSQUET

De chicas jugábamos
con máquinas viejas de cosechar,
tocábamos las cuchillas sin filo,
los fierros viejos que ya no servían.
Una tarde, de a poco
las vacas rodearon nuestro juego.
Quedamos atrapadas entre sus frentes.
Nos miramos. Las dos teníamos remeras rojas.
"¿Y si los colores fuertes enfurecen a las vacas?"
Entonces decidimos sacarnos la ropa.
Nos pareció más seguro
atravesar el campo,
desnudas.

martes, 5 de abril de 2016

"Un diálogo entre Nolde y Richard Estes"


Marisma con molino de viento, Emil Nolde (1940). Colección Botero, Bogotá.
                                                                                                              





El agua y el aceite por naturaleza no se mezclan, sin embargo pueden converger en un mismo espacio. En este caso, podemos apreciar dos obras que basadas en las técnicas de acuarela y óleo, nos permiten entablar un pequeño diálogo. Y es que en el Museo Botero de la ciudad de Bogotá conviven todos los días agua y aceite, óleos y acuarelas y otras tantas técnicas que transforman esas materias primas (bronce, piedra, mármol, etc) en universos únicos e irrepetibles, pero no por ello imposibles de hacer parte de un ejercicio dialéctico y apreciativo como este. Tenemos así en estas líneas a Emil Nolde y su “Marisma con molino de viento”, a Richard Estes y su “Autobús de Broadway en la calle Liberty”. La razón de la escogencia de estas dos obras pictóricas reside primeramente en que ambas representan dos opuestos, dos orillas del mismo río; pero principalmente en que son obras de artistas de los cuales nunca había tenido noticia en mi vida, nombres y hombres desconocidos cuya primera impresión al verlos (plasmados en alma y cuerpo en estos cuadros) se reduce en la transitoriedad de la existencia. Como recita la obra literaria más antigua de la humanidad: “...todo cuanto hacen los hombres no es más que viento…”; el breve paso de nosotros por el mundo puede ser tan fugaz como la turbulenta nube que se acerca al molino por sobre la marisma o como el rutinario andar de un autobús por las calles de una metrópoli como Nueva York.


De la vida de los pintores sabemos un poco más que poco; Nolde estaba afiliado en un inicio al partido nazi en los años veinte, pero sus obras pronto fueron prohibidas al ser exponentes del arte moderno que Hitler calificaba de “degenerado”, y el artista fue proscrito. La obra seleccionada para este texto, hace parte de las pinturas no pintadas, obras que Nolde (nacido como Emil Hansen) concebiría en la clandestinidad. Richard Estes sería (y es, porque no se ha muerto aún) uno de los impulsores del hiperrealismo en los Estados Unidos, venido de un pueblecito de Illinois a la enorme Chicago, su estadía en España en los 60’s influenciaría el trabajo preponderante de la luz y la tridimensionalidad en su obra. Todo artista es hijo de su tiempo como todo hombre y toda alma. En las representaciones pictóricas de Nolde y Estes podemos apreciar algo de ese tiempo en que estos se desenvuelven. Por un lado la sombría época de los 40s y su desolador paso por una Europa que como el molino de Nolde y las pequeñas casas, pareciera hundirse en la marisma de la guerra; el autobús de Estes nos da cuenta de manera casi que fotográfica, lo cotidiano y rutinario del vivir en los tiempos modernos (postmodernos, contemporáneos, etc; el tiempo siempre es tiempo así se le acuñe todos los apelativos que se quiera). Así pues, tenemos ante nuestros ojos una representación de lo que podría ser una premonición a la tragedia y un calco muy fiel de la “apacibilidad” dentro de la locura que puede albergar toda urbe de hoy.


Luz y sombra, frío y calor. Tanto el pintor expresionista alemán como el hiperrealista gringo transforman a partir del color la esencia por antonomasia de los parajes representados. Nolde nos ofrece una paleta predominantemente de tonos fríos (verdes, azules, púrpuras), muy acordes a un pantano pero que hacen ver turbulento algo tan quieto como una marisma; Estes, nos hace ver agradablemente cálido y casi que idílico un lugar tan estresante y ruidoso como una calle en la populosa Manhattan. Ambos artistas aciertan sin duda con la técnica seleccionada, el papel japonés y la acuarela son materiales que en principio resultan perfectos para transmitir la fragilidad de ese ecosistema llamado marisma, el óleo y el lienzo casi que aportan lo necesario para la representación de lo sólido e inamovible de la ciudad. En 33 x 46 cm de papel japonés cabe la infinitud de las marismas del norte de Alemania, en 86 x 121 cm de lienzo podemos conmensurar una pequeña parte de la inconmensurabilidad de la Capital del Mundo.

El arte así, puede hacer posible lo imposible; como que una nube cargada de agua se atreva a hacer mover las aspas de un molino o que el transporte público de una ciudad de 18 millones de habitantes se vea casi que vacío y quieto. Alborotar las aguas de un pantano y apaciguar el oleaje tempestuoso del océano de hormigón y acero en el que muchos vivimos en la actualidad. Sin embargo en algo confluyen ambas obras, y es en representar también lo sujeta que puede estar un alma a los devenires de la época, así como lo dicho anteriormente: lo transitorio de su obrar en el mundo. Los hombres son como el viento porque cuanto hacen no es más que viento, fugaz e irrepetible; pero no por ello difícil o imposible de ser sentido o presentido, presenciado y vivenciado. Las huellas que deja el viento en este caso, son ese autobús neoyorquino y el instante en que la melancólica nube se apresure a animar un casi que inerte molino.  En ambos casos, instantes, momentos; encontramos un perpetuo diálogo y sobre todo un entendimiento entre el artista y su entorno (su tiempo y su espacio), en esta reseña se entrecruzan dos épocas y técnicas bien diferentes la  una de otra unidas por el cordón umbilical del arte que es capaz de universalizar contextos tan lejanos y perpetuar pequeños instantes de paz en medio de la tormenta (como el cuadro de Estes) y la irrupción de la turbulencia en la calma más desoladora.


El autobús de Broadway en la calle Liberty (1996). Colección Botero, Bogotá.

Tiepolo Fierro Leyton

miércoles, 16 de marzo de 2016

"CALI, APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ". GONZALO ARANGO


Si me preguntaran qué es lo que más me admira en este mundo, diré que una ciudad iluminada de lejos. Esta admiración no es pura, no es feliz, está llena de terror. Me anonada el poder del hombre, su loca voluntad de ser y de permanencia. Pues la ciudad es como un campo de honor donde el hombre se cita con el destino, allí afirma su amor a este mundo, su fuerza, su poder de dominio, su horror al aniquilamiento; allí testimonia su ser efímero que se niega a morir, se arraiga desesperadamente a la tierra, se anula con lazos de amor a la eternidad.
Sí, la ciudad es la gloria pasajera del hombre, su grandeza, su miseria, el botín de su victoria sobre la muerte, la dignidad de su combate, la historia que le sobrevive. Por eso la admiro más que al cielo estrellado, más que al mar inmenso, más que al desierto con sus oasis y lunas móviles, más que a las montañas coronadas de relámpagos, que a los cráteres de fuego, que a las selvas vírgenes, casi como a dios.
Toda ciudad es una aventura religiosa. El hombre levanta su morada para el amor, el trabajo y los sueños. Frente a su morada funda un templo para orar a sus dioses y consagrarle sus ilusiones o sus terrores. En torno a este templo, crecen nuevas moradas, infinitud de moradas. Este animal solitario que no soporta la soledad se congrega, se une a otros para defenderse de sí mismo.
Pequeña, grande, colosal, que resplandece, que no cesa de crecer, se agiganta bajo los dominios del cielo. Ella misma es un cielo donde se refugian los hombres, donde se salvan de la soledad. Semeja, sobre la ruda costra de la tierra, un arañazo de dios, o su caricia. Semeja una interrogación de piedra al misterio. Es rumorosa como un vientre en su dolor y su dicha, en su gemido de hierro o en sus cantos líricos, asombrosa en su silencio o en el estruendo.
La ciudad es este planeta desesperado y anhelante hecho por el hombre para rivalizar en belleza con los planetas de dios. El espíritu del hombre iluminando de sentido el barro, haciéndolo poesía y oración. Oh, la ciudad, en cada piedra de sus cimientos vive en silencio la historia. Nada en ella se hizo para el olvido.
Recuerdo un atardecer en los cerros de Cali, donde subí con una amiga a contemplar la ciudad ¿Era realmente a contemplarla? Ya no lo sé. Solo recuerdo que el aire era puro, oloroso a pino, a pradera, saludable al espíritu. Creo que era en busca de ese placer desinteresado que consiste en ir junto a una mujer que huele bien y con la cual uno no hace ningún esfuerzo por existir. Basta ser, respirar ese aire grávido de perfumes, mirar los quietos paisajes, sentir esa punzada maravillosa de estar vivo, oír el viento, el silencio furtivo de otra alma, no pensar, olvidar; lo que para mí constituye la mejor de las glorias posibles.
Diré algo del crepúsculo: Era de una belleza melancólica, opresiva. La luz se querella con la noche en un sitio del horizonte. El combate dura, pero el día se extingue. Antes de la derrota, la luz exige una tregua para descansar y morir con honor, o sea, en la lucha, como mueren los dioses.
El crepúsculo se arrastra con lentitud. Definitivamente la luz agoniza, la noche nacerá, cubrirá el cielo con su escarapela de sombra y estrellas victoriosas. El sol, como un guerrero invencible, chorrea sus rayos póstumos, se desangra. Esa sangre es la luz. Ya no es roja de amapola, ni amarilla de girasol; es azul, gris, acero, naranja de arrebol. Ah, que bello este crepúsculo moribundo, como quisiera detenerlo, eternizarlo; pues colma mi alma de una tristeza más dulce que la miel. Momento frágil como el amor, transitorio como la pena y que huye de nosotros hacia el olvido.
Ya las sombras tejen su inmensa tela de negrura en el cielo, pronto su red caerá sobre nosotros. Dura el combate, perdura la luz. La noche enviste como un torro terrible, abre grietas mortales en el pecho del sol, ya no chorrea sangre, solo burbujas, ondas efímeras. La cálida caricia del día me abandona.
Detrás de las nubes, sobre el cielo de las Tres Cruces se destapa una luna de cobre. Aún no está oscuro, pero esta luna que se esparce sobre el Valle del Cauca, prepara el cielo para una fiesta. El sol se rinde, se pacta el armisticio. La luna naciente cobra la victoria, su botín es el cielo.
Llega la noche. Cae la noche sobre Cali, la Colina de Mónaco, esta mujer y yo. La contemplación de los paisajes nos había colmado de tal embriagues que vino la noche de repente. Ahora íbamos en la oscuridad insipiente, más densa aun por los pinos y el miedo. Nos preguntamos si no sería peligroso viajar por aquella negrura que era una terraza sobre la ciudad. Sin duda era peligroso, pero estábamos felices. Se nos hacía imposible que algo viniera a perturbar aquella dicha casi religiosa, hecha de inocentes placeres, de silencio. Una colina, un cielo que empezaba a ponerse pecoso de estrellas, el viento, una o dos palabras para elogiar el paisaje, los matices, los perfumes, las flores, ese humo gris allá lejos hundiéndose en el cielo como el arrebol de un cuchillo, un pegajoso aroma de molienda pero sin duda lejano.
Olvidamos el peligro y nos quedamos, no era por coraje, pero algo se cerraba sobre nosotros como la coraza de un dios; tal vez un silencio místico que solo quebraba el viento, la fugacidad de un cocuyo, algún recuerdo que estallaba en la sien. Escalamos la más alta, la más lejana, la más desierta punta. Allá tan cerca del cielo, el terror y la usura de los hombres no podían alcanzarnos, era imposible que un ladrón asaltara una estrella.
Ella estacionó el auto en un recodo de la carretera al borde del abismo, de lejos debía asemejar una nariz. Salimos a contemplar la ciudad iluminada, era soberbia, un milagro. Por un tiempo permanecimos ahí quietos como dos santos esperando el éxtasis: olvidados de nosotros mismos. Más tarde recordamos que nuestra alma tenía un cuerpo porque el viento pasaba en ráfagas negras, helaba la carne.
Entonces regresamos al auto y nos encerramos ahí como en una alcoba, tibia y acogedora; nuestro pequeño refugio flotaba sobre una luz abismal entre un cielo de estrellas y un cielo de neones. Aquella soledad, aquella altura, aquella mujer hermosa y mi muerte me llenaron el alma de una dulzura melancólica. La ciudad y el cielo serían eternos, yo no. La naturaleza en este grado de plenitud, es oprimente, inhumana como todo lo sublime.
Nos sentimos tan solos que nos abrazamos puesto que era inútil hablar, si nada era nuevo bajo el sol, como se dice, nos quedaba esta noche única, eterna y dos cuerpos que ahora mismo podían rodar al vacío y no ser más. No era la felicidad lo que buscábamos, era la piedad, entonces nos abandonamos a un deseo tierno, casi desdichado.

GONZALO ARANGO (Andes, Colombia. 1931-1976)