Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

viernes, 18 de enero de 2013

Cerca del mar




Se mudaron acá porque el mar está cerca, pero también por lo cerca que está el hospital. Fue en los primeros días de mis vacaciones, poco antes que me pusiera a escribir mi librito de poemas. Libro que no voy a mostrar, tampoco el diario. Los dos son muy personales.
Llegaron cerca del mediodía. La madre conducía. El hijo mayor iba de acompañante. No soy chismosa, por eso dejé de mirar. Aunque noté que para bajar a la muchacha -que no llegué a ver- del asiento trasero hicieron todo una ceremonia.
Todos los días me ponía a escribir, sin pausa, pero sin prisa. Los dos ventiladores que me gané en la empresa me salvaron la vida. Uno rotaba, el otro estaba fijo. Les dediqué un poema. ¿Ir a escribir al mar? No, para mí eso no tiene novedad. Uno de esos días, mientras escribia -eran como las tres y pico- me di cuenta de que el pelo me estaba poniendo nerviosa. Llamé a Alberto. El siempre está bien predispuesto para su clienta de siempre. A pesar de que no soy ninguna de esas mujeres que se pasan la vida en la peluquería.

- ¡Ay, pero obvio, Vivian! Haría esperar a la presidenta de la nación con tal de atenderte a vos.
A él le encanta llamarme Vivian. Venir a verme le da la posibilidad de repetirlo una y otra vez.
Vino con su equipo y una cerveza artesanal.
-¿Qué, vas a elevar una nota a la muni para que limpien las calles?-Dijo en broma al ver la máquina de escribir sobre la mesa. Le conté que estaba aprovechando mis vacaciones para saldar una cuenta que tenía pendiente desde muy pendeja
- ¡Ah, pero mirá que hija de puta! No la tenía a la Vivian ahí.

Me acomodé frente al espejo, pero unas voces muy jóvenes nos interrumpieron. Me acerqué a la ventana. Tenía puesto uno de esos baberos gigantes de peluquería. En la vereda había dos muchachitas de unos dieciséis años. La pecosa, con bastante timidez, me preguntó:
- ¿Nos dijeron que Emilia... se mudó acá?
La otra la apartó, y sin timidez describió a Emilia : Está muy chupadita, fue una de las cosas que dijo. Imaginé que se trataba de los vecinos nuevos con los que yo compartía pasillo.
- Ah, sí- dije- tocá el B.
Noté que la pecosa escondía un pomo de nieve. Con Alberto nos quedamos un momento mirando. A dúo llamaban a Emilia. En eso llegó el hermano de Emilia, con ropa de playa y una de esas planchas de surf y dijo: “Ya la ayudo a salir, jeje” Esa vez tampoco pude ver a Emilia, sólo escuchar algo de su voz débil. Yo no podía sacar la cabeza por la ventana, quedaba feo. La pecosa tiró apenas un chorrito de nieve y después seguro abrazó a Emilia. Volvíamos a lo nuestro cuando oímos el despliegue. Todos los compañeros de curso de Emilia estaban en la vereda. Abrieron una bandera en la que un hada estaba encadenada, por un pie, a un árbol.
- Me muero- dijo Alberto, llevándose la mano al pecho; creo que estaba por llorar.
Los ruidos siguieron hasta el anochecer. No tengo idea de los horarios en vacaciones. Mientras tomábamos esa cerveza suave, le pregunté a Alberto por qué no tenía su propia academia.
- ¿Acá? ¿Pero vos viste en las condiciones que están los locales? Son una calamidad. Los baños son imposibles. Yo tenía que salir a hacer pis al cordón.
- ¿En serio?
Se rió tanto de mi ingenuidad que yo lo acompañé. Se fue antes de medianoche. Y me puse a escribir un poema para una versión condensada de Sueño de una noche de verano, que perdí en una maldita mudanza. Más que nada el poema era para unos dibujos muy especiales que el libro contenía.

Durante la noche soñé que jugaba a la perinola con Elsa. Elsa era una vecina; yo era muy chica y tenía que saltar una medianera para ir a visitarla. Su casa era muy sucia y algunos vecinos le decían la cosaca, tardé mucho en darme cuenta por qué. Intentaba escribir algo sobre todo eso, cuando una voz que venía desde el pasillo me interrumpió. Amiga, amiga, decía la voz. Salí al pasillo. La voz venía desde el otro lado de la puerta B. Era la voz del hermano de Emilia.
- Disculpe- odio que no me tuteen, pero dada la ocasión.- Nos quedamos encerrados ¿Usted no podría avisar a un cerrajero?
Claro, por supuesto. Llamé al primero que apareció en la guía. Estaba un poco nerviosa, lo admito. Vino un hombre tan bajito que no tuvo que agacharse para trabajar en la cerradura. No quise ser entrometida, así que entré a seguir con mis cosas. Traté de concentrarme hasta que escuché los pasos de Emilia que parecían arrastrarse y la voz de su hermano hablando de lo picado que estaba el mar. Es típico en estos chicos. Apenas llegan al mar, se la dan de grandes conocedores. Qué risa. 

Esa noche dejé sin terminar un poema sobre una zona que visité una vez, cuando era chica. Ahí el agua corre a raudales erosionando las piedras (algunas piedras tienen un musgo verde fosforescente encima). Me dormí en la mesa, sobre una toalla hecha un bollo. A esa hora fresca en la que el cielo se aclara pero la luna sigue estando, me despertó un rumor de voces. Las voces me hicieron soñar un poco antes de despertarme, a pesar de que eran voces agitadas; mis sueños eran tranquilos. Así son mis sueños últimamente, tranquilos. Como ya dije, no quiero ser entrometida, pero algo más fuerte que yo me hizo salir al pasillo. Apenas salí, pisé un charco de vomito sangriento. Un reguero de sangre conducía hasta la salida del pasillo y hasta el coche. Ahí la vi a Emilia; tenía un pijama blanco, a lo mejor con ositos; el pelo negro y mal cortado contrastaba con su cara blanca. Tenía el mentón manchado de sangre. Antes de que el hermano la subiera al coche me dedicó algo muy parecido a una sonrisa, no digo que lo fuera, pero era muy parecido.

Volví adentro. Empapé una toalla, la retorcí y me la puse en el cuello. Después senté a Emilia en el paisaje de mi infancia, la senté bajo la sombra de un árbol, a ver el agua correr entre las piedras.

AUTOR: Matías Rano

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